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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

Las Inocencias y Josefín

La alegre hermandad de las Inocencias acordó en asamblea y por unanimidad celebrar el día 19 de marzo el "No santo" de todas ellas, puesto que ni una sola se llama Josefina ni María José ni Josefa María ni Pepa ni Pepita, y la mayoría de ellas eran huérfanas de padre o tenían uno tan longevo o fuera del mundo que le importaba medio pepinillo las felicitaciones, los regalos y los festejos por su paternidad; y las que eran madres ya no intervenían en lo tocante a las compras de camisas o de corbatas o de billeteros o de libros o de colonia que sus hijas e hijos hacían para agasajar a papá; y así se decidió que celebrarían la víspera de ese domingo en casa de Jovita, puesto que estaba casada con un José, quien le había dicho que el mejor obsequio que podía hacerle por su onomástica era permitirle salir el sábado, sabadete, por ahí de vinos y pincheo con sus amigos y entonces ella, más lista que un pulpo, le pidió la pasta que considerara necesaria para ir también de farra con sus amigas e invitarlas en su nombre a una cenona, y, la verdad verdadera, había sido muy espléndido, así que encargarían la cena, a base del mejor marisco regado de sidra y cava y rematada con el postre de dos tartas grandes de zanahoria, el plato estrella del establecimiento, al chigre del hermano de Elisenda, para que llevaran todas esas delicias a la casa de Jovita sobre las nueve y media de la noche, limpias y descascarilladas, dispuestas para comer. Todas aplaudieron y Jovita con más calor y entusiasmo que las demás, quienes pensaron que se había quitado un peso agobiante de encima, porque no habría que cocer ni freír nada para aquel batallón en su preciosa cocina, reluciente como la custodia del Santísimo Sacramento, como decía la mayor de las hermanas Pis.

Llegó la noche festiva de la cena y fueron apareciendo por tandas, muy ufanas y risueñas, en el domicilio de Jovita sin sospechar ni siquiera en el más fantástico de los sueños que iban a vivir algo anormal e inusitado.

Pusieron, canturreando su himno, la mesa y, cuando se iban a servir unas copas de cava, repararon con remordimiento en la ausencia de la impuntual Melina Pombal, de la que ninguna se había acordado hasta aquel momento. La telefonearon varias veces, pero no contestaba a la llamada y la espera se fue prolongando hasta que decidieron empezar a picotear los aperitivos. Un segundo después de sentarse con semblantes fúnebres, sonó el timbre de la puerta de la calle, pulsado con evidente discreción por el dedo de alguien tímido o que tenía miedo. Todas echaron a correr pasillo adelante, hacia el recibidor. Brenda Tusano, antes Gusano, abrió y? Y se quedaron sin saliva y sin palabras, mirándose para ver quién era la primera que se animaba a hablar, pues allí estaba Melina, con un gato en brazos, muy emperifollado, con su chaqueta y pantalones grises y una camisa blanca de chorrera y unas botitas negras, mirándolas muy atento. Ella, sin reparar en el impacto que acababa de causarles, les explicó que había llevado a la fiesta a Josefín, porque quería que lo conocieran y porque le habría dado muchísima pena dejarlo solo en casa el día de su santo. Por lo demás, era muy pacífico y todo un señor gato, que se comportaba con total urbanidad en la mesa.

Permanecieron en silencio, pues ninguna se sentía capaz de emitir siquiera ni un balbuceo de asombro.

Al fin Jovita les indicó que, por favor, fueran al comedor. Allí, Melina, muy desenvuelta, les dijo que necesitaba una silla para Josefín y un par de cojines del sofá para que llegara a la mesa, y un plato y una servilleta, pues comía valiéndose de sus dedos y uñas, sin la ayuda de nadie. Él maulló dulcemente. En tanto, todas pensaban que no comprendían cómo Melina había tenido el cuajo de presentarse con aquel gato que parecía el marqués de Carabás por su atuendo.

Se sentaron en silencio y Josefín, muy tieso y solemne, comenzó a comer, llevándose sin parar a la boca gambas, gambones, langostinos, carne de langosta y de buey de mar, y acercándose él solo a los labios el biberón de leche que, junto al plato, le puso Melina. Ahí lo tenéis, dijo ella. Es un sol y mi alegría; y mi luna y mi estrella matutina y vespertina, mi todo.

Debo confesarte -dijo la estupefacta Jovita- que por poco meto la pata hasta la ingle, pues estuve a punto de ofrecerte un bol para que pusieras la comida propia de gatos, lo que produjo una carcajada sonora de Melina. Es un gourmet muy gourmand y solo le gustan las exquisiteces. Ya ahíto de marisco, Josefín bostezó y ella lo tomó en sus brazos y comenzó a canturrearle: Estabas llorando, chis, chis, chiquitín, cuando te encontré. Te tomé en mis manos, en ellas te acuné, cantándote, al mecerte: chis, chis, no llores, pequeñín. Ya no estás solito: me tienes a mí. Y Josefín se durmió plácidamente.

A continuación se quitaron la palabra de la boca para pedirle que les explicara por qué les había ocultado que tenía una criatura tan extraña. Ella, muy serena, les respondió que les había contado que había encontrado a un gatito recién nacido, tiritando de frío, abandonado en la calle y se lo había llevado a casa. Recuerdo que os lo conté -afirmó-, pero no hicisteis ningún comentario. Parrula Grelos le replicó que lo haría entonces, informándola de que no tenía nada de franciscana y no consideraba a los animales hermanos y, mucho menos, hijos. Melina, en tono mordaz, le replicó que, en cambio, ellos eran más buenos y generosos que los humanos, como lo demostraban la loba capitolina amamantando a Rómulo y Remo y tantos casos de delfines que salvaron a bañistas del ataque de un tiburón, de perros que con sus ladridos dieron la alarma de un incendio o de la presencia de un bebé abandonado en la calle, dentro de una bolsa de plástico.

Josefín entró en mi vida porque me necesitaba y lo necesitaba. Quizás os estéis preguntando cuál es la razón de que no adoptara a una niña o a un niño, habiendo millares en situación de total desamparo. Si es así, os contestaré que el encuentro repentino, inesperado con Josefín fue especial. Sentí que me estaba esperando y yo buscándolo. Y lo llevé conmigo, sin laberintos burocráticos ni papeleos.

Hubo un silencio espeso, roto, como ocurría en esas situaciones, por Urraca Munuces, que soltó: Me alegra tu felicidad, Meli. Yo voy a emprender una campaña pidiendo la pena de muerte para los matadores y asesinos feminicidas porque, pronto o tarde, salen de la cárcel y cometen un nuevo ginecidio o ginecocidio por algo tan simple como es que les gusta, les gusta mucho matar a mujeres.

Ninguna abrió la boca. Algunas aprobaron la propuesta asintiendo con la cabeza. Otras parecían sobrecogidas. Y Josefín maulló en sueños melifluamente.

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