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Dámaso Alonso y la bruja de los Oscos

La joya bilingüe del académico español y su relación con las dos orillas del Eo

Era una noche desapacible, con los limpiaparabrisas peleando contra la lluvia ladeada, continua, que no dejaba ver. Cuando se alcanza el Alto de A Garganta, y la carreterina comienza a descender hacia Vilanova, camino de Samartín, al poco, tras una recta, el valle se cierra. Puede que fuesen las luces de otro coche -con el que no me crucé- o algunos retazos de niebla perdida, o -lo más probable- mi cerebro agotado por dos horas de autopista nocturna envuelta en la tormenta, pero les juro que vi la Santa Compaña con sus mortajas blancas deslizándose tras los carbayos. Por supuesto no creo en esas cosas, pero entendí por qué el Occidente, lleno de rincones frondosos y abundante en brumas era tan rico en leyendas, encantamientos y conjuros.

Por fin llegué a Samartín. Los focos de mi coche iluminaron las pizarras brillantes por la lluvia de la fachada del hotel La Marquesita, lamentablemente hoy cerrado. Con la bolsa de viaje en la mano entré directamente en el bar; temperatura grata, buena luz, todo tan guapo, con sus azulejos, la meseta de madera y la barra dorada. Pedí un blanco de La Nava -que me sirvieron con un cuenco de caldo de nabizas exquisito- y comenté mi visión de la Santa Compaña cerca de Penacoba, añadiendo que no me extrañaba que con noches como aquella gente incauta creyese en trasgos y brujas, aunque no existiesen.

"¿Cómo que no existen las brujas?" (José Luis, el dueño, era -y es, aunque ahora se dedique a la dulzura de la jubilación- un gran comunicador). "Justo aquí detrás, lindando con el río vivió una de ellas. Se llamaba Carmen de Freixe. Todo el mundo la conoció. No hace tanto que murió. Curaba, sabía de ensalmos y encantamientos. Tan pronto te sanaba un cerdo como te cortaba las lombrices. Conjuraba como nadie a los vientos?".

"La gente habla y habla, y se cree sus propios inventos. Nadie serio se mete en esas cosas" -respondí.

En silencio, José Luis se dirigió a una pequeña biblioteca que había al lado de recepción, y me acercó un libro. En la foto en blanco y negro de la portada unos hombres que gastaban boina, incluso un niño, faenaban un cerdo. Una mujer miraba. Aquella imagen había sido tomada hacía muchos años. Sobre la foto, el título: "Narraciones orales en el gallego-asturiano de los Oscos". Vi con sorpresa que el autor era Dámaso Alonso. Era una pequeña joya bilingüe, en castellano y en fala, en la que el académico había recogido directamente, a viva voz, relatos de tres vecinos de los Oscos en su lengua propia; uno de ellos, Carmen de Freixe, sin duda mujer con poderes, que divulgó al ilustre filólogo algunas de sus fórmulas curativas, conjuros y ensalmos.

Me llené de curiosidad. Mientras cenaba, José Luis fue hablándome de aquel texto, posiblemente el primero oficial en la lengua de la tierra, que los lugareños llamaban fala, que en mis años de bachiller, en Oviedo, los profesores titulaban asturgalaico, y que Dámaso Alonso bautizó como gallego-asturiano. Era el habla de Carmen de Freixe, la mujer santera, bruja, hechicera, o lo que fuese, que yo había descubierto aquella noche de tormenta. Y lo más importante: ¿cómo era que Dámaso Alonso había caído por los Oscos, tierra mágica donde las haya, y recogido sus historias?

Quizá por eso, este fin de semana los ayuntamientos de los tres Oscos -unidos, como siempre, que gran lección para los demás- celebrarán el Día del Libro, y en un pequeño acto en el Ayuntamiento de San Martín, mañana a las cinco de la tarde, se hablará del placer de leer y se desvelarán las claves de la relación del fallecido lingüista con los Oscos, las orillas del Eo y la fala, nuestra lengua más dulce.

Tras la cena espléndida, y bien libada, me dirigí al dormitorio, José Luis, con sus palabras tranquilas y bien pronunciadas, me dijo. "Carlos, as meigas háylas". Aquella noche soñé con güestias, apariciones y demás bicherío de ultratumba. Todos hablaban en fala. No es bueno cenar mucho.

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