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Reflexiones de bebés anónimos

Preguntar

Pongamos que me llamo Nora y que tengo 2 años y 11 meses.

Os contaré, dicho como si fuera una poesía, lo que me pasó yendo con mi padre por el parque un día.

Iba jugando a que llevaba un perro imaginario tirado por una cuerda invisible. El perro todo lo olía. Tiraba tanto de mí que casi sujetarlo no podía. De repente, se paró y me hizo mirar hacia arriba. ¿Y sabéis lo que vi?

Vi a una ardilla que de un árbol rápida y ligera descendía.

Me olvidé de mi perro imaginario, porque mil preguntas me vinieron a la boca mientras el roedor bajaba y subía.

Preguntaba impaciente qué alimentos comía, por qué su cola era tan grande, por qué, de repente, en el tronco se escondía, o en qué lugar aquella ardilla dormía.

Preguntaba a la misma velocidad que ella por el árbol se movía.

Mi padre, el pobre, respondía como podía.

Dos señores, cuya vejez un banco sostenía, me miraban y comentaban en voz baja lo que yo decía. Cuchicheaban entre ellos y se reían jijijí, jejejé, jajajá.

Mi padre los miró serio, preguntándoles con los ojos qué era lo que tanta gracia les hacía.

Ellos carraspearon, tosieron, volvieron a reír jijijí, jejejé, jajajá; luego emitieron unos ruiditos raros y, por fin, exclamaron con voz ronca de afonía:

"¡Ay, preguntar es cosa de niños!". Lo dijeron a la vez, con pretendida sabiduría.

Podéis creer o no lo que a continuación pasó, pero os aseguro que una servidora os lo cuenta tal y como ocurrió.

Al oír las palabras de los ancianos, la ardilla se sobresaltó y una pirueta en el aire dio.

Después, posándose en lo alto del banco y mirándoles a los ojos, con voz clara les espetó: "¡Preguntar es cosa de sabios!".

Por si no oyeran bien, dos veces lo repitió.

Y dicho esto, entre las hojas se esfumó.

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