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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

Alda

Una noche a punto de nacer, pues no se habían apagado del todo las luces de la tarde, ella sorprendió a una pandilla de jóvenes haciendo una pintada en una de las paredes de una iglesia en la que rezaba lo siguiente: "Pablo Iglesias es el peor y el más cretino de todos los profesores bolivarianos". Y cuando había terminado de leerlo vio que llegaba otro grupo de edad parecida a la de los escritores, dispuestos a borrar aquella frase ofensiva para su líder; pero no lograron hacer desaparecer ni una sola letra, porque un grupo de chicas, evidentemente antiiglesiopablistas, hicieron una cadena tomadas de la mano y con los brazos en alto y entrelazados para impedírselo, a la vez que gritaban: "Pablo Iglesias, vete a la Polinesia" y "Podemos, panda de memos". De pronto, una mujer muy alta y flaca, de cabello blanco, que pasaba por allí se detuvo y les gritó a todos sin excepciones: "Descreídos salvajes, ojalá os dé un patatús que os lleve derechitos a quemaros en las calderas del infierno". Y la mayoría de ellos la aplaudieron, gritándole con alborozo que se apuntaban a ese viaje, que era guay, muy reguay ir a conocer a Satanás y ver si de verdad tenía rabo y pene. La mujer los llamó cafres y se fue rabiosa y ofendida. Entonces fue cuando se le acercó una adolescente aniñada y se dio cuenta de que era la joven que siempre la saludaba muy risueña cuando se encontraban en el quiosco, comprando los diarios a primeras horas de la mañana. Y sin hacer referencia alguna a la pintada ni a la mujer enfurecida ni explicarle si pertenecía al grupo de los ofensores o de los ofendidos, le dijo: "Hola, tenía muchas ganas de hablarle, pero nunca pude, porque siempre que yo llego a comprar el periódico, usted sale y se va con mucha prisa; y ahora, si no le parezco una cara, careta, muy carota, me encantaría desayunar mañana con usted en cualquier cafetería del barrio". Le dijo que le parecía muy bien y quedaron en verse a las nueve en Remí.

La primera en llegar fue la joven y, nada más que se sentó en la silla de enfrente, ella le comentó que tantas veces cruzándose y dándose los buenos días, y ninguna sabía el nombre de la otra.

Yo sí sé el suyo, porque sale en la prensa cuando publica un libro o da una charla en un centro cultural. Y el mío es Alda.

"Alda", repitió ella.

Lo pronuncia como si chupara un caramelo, le comentó la chica.

Es un nombre precioso, muy antiguo. Hay un romance viejo que dice:

"En París está doña Alda, la esposa de don Roldán, trescientas damas con ella para bien la acompañar, todas visten un vestido, todas calzan un calzar, todas comen a una mesa, todas comían de un Pan. Las ciento hilaban el oro, las ciento tejen cendal, ciento tañen instrumentos para a doña Alda alegrar. Al son de los instrumentos doña Alda adormido se ha; ensoñando había un sueño, un sueño de gran pesar. Despertó despavorida, con un dolor sin igual, los gritos daba tan grandes se oían en la ciudad."

Había soñado que estaba en un monte -prosiguió ella-, un lugar triste y desierto y veía volando a un azor, perseguido por una aguililla que se metía bajo su brial o vestido de rica tela, ajustado a la cintura, que le llegaba hasta los pies; y su camarera le explicó que el ave era ella y el azor aquel que le dio palabra de casamiento y que venía camino de España para ser velado y desposado con ella en la iglesia, representada en el sueño por el monte. Pero a la mañana siguiente le entregaron a doña Alda unas cartas que le decían que su Roldán, sobrino de Carlomagno, había muerto en Roncesvalles, cazado en una emboscada. Cuando tal oyó, doña Alda muerta se cayó en el suelo.

Y con sorpresa reparó en que Alda estaba llorando y le ofreció un pañuelo de papel, a la vez que le preguntaba si tanto la había conmovido ese viejo romance. Alda se secó las lágrimas y?

Y llegó la camarera y le pidieron chocolate con churros y zumo de naranja, y Alda le confesó que lo que acaba de oír tenía mucho que ver con ella, pues había vivido hasta los trece años muy mimada y querida por su madre y su padre, pero se murieron los dos en un accidente y los únicos familiares que tenía eran una tía abuela y su marido; ella era muy buena, pero estaba esclavizada por él, un machista bestial que trató de convertirla también en su esclava. La primera vez que lo intentó, ella tenía quince años. Sucedió una tarde horrible de invierno, en la que la llevó al salón, donde había un hombre, al que le dijo: Aquí la tienes. Es nueva y toda tuya. Después se fue y ella, aterrada, oyó el pestillo entrando en la cerradura. Desnúdate, dijo el desconocido. Se quedó paralizada. No voy tocarte, solo a fotografiarte en las posturas que te indique. Si no obedeces, se lo diré a tu tío, que te solmenará hasta dejarte morada con la correa del cinturón.

Tuve mucho miedo y obedecí. Me hizo fotos asquerosas, en las que tenía que chuparme los pezones o despatarrarme como una cruz gamada y abriendo con dos dedos los labios de la vulva? Algo vomitivo. Y luego sufrí toqueteos y aberraciones de degenerados malignos, hasta que no pude seguir padeciendo semejante tortura y me escapé a los quince años y encontré suelo y techo en una comuna. Ahora tengo dieciocho y soy mayor de edad, gano para sobrevivir y aportar algo a la caja común, limpiando un bar y cuidando por las noches a una anciana. Le canto bajito nanas, para que se duerma o se calme y no se dedique a dar gritos que despierten a su hija, que tiene que madrugar para ir al tajo. Y casos como el mío hay a millardos. Y lo que también me hace llorar es pensar que me hubiera gustado estudiar medicina, pero no terminé el bachillerato.

"¿Tu gente es la que insultaba a Pablo Iglesias?", le preguntó con cautela. "No. Mi gente es la que proclama la Revolución, que significa no seguir tolerando ser mercancías; mi gente combate a los pequeñoburgueses resentidos que hacen pequeñas y estúpidas revueltas de salón, porque la política les da cumquibus hoy y se los dará en el futuro por haber sido políticamente azores y aguilillas; y mi gente lucha contra la explotación y contra el estado capitalista; y hacemos la guerra a los que hacen la guerra imperialista en defensa de los intereses de los explotadores".

Se despidieron con un hasta mañana, pues se verían en el quiosco, donde Alda compraba los diarios locales para leer la sección de ofertas de trabajo, por si encontraba uno interesante que no fuera de trabajadora sexual ni en régimen de esclavitud.

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