Los independentistas, que quieren romper con España, se asombran de que el Rey no haya recuperado en su discurso navideño el sentido del Estado. Es una incongruencia y, a la vez, una majadería extrañarse de que el Jefe del Estado se empeñe en defenderlo de quienes lo quieren destruir. Es natural que don Felipe desee que Cataluña camine hacia "la convivencia, la estabilidad, la serenidad y el respeto mutuo". Imagínense al contrario: al Monarca animando a los catalanes a que opten por el enfrentamiento, la inestabilidad, la crispación y la desconsideración de unos a otros.
La conclusión más apabullante del 21-D ha sido constatar el reflejo de la fractura y de la división de una sociedad en las urnas. Es probable que si se repitieran las elecciones una y diez veces el resultado sería prácticamente el mismo entre los que han elegido el soberanismo como vía para desengancharse y los que prefieren seguir en España compartiendo un proyecto común.
De modo que lo más urgente es restaurar la convivencia; está claro que no existe una mayoría para imponer la secesión. Puede incluso que con un referéndum pactado y convocado dentro de los márgenes acostumbrados en otros lugares, un porcentaje mínimo de participación y una mayoría reforzada para dar por bueno el resultado, el unionismo obtuviese ventaja sobre el separatismo, porque en la gravedad de la decisión no es igual el primer salto al abismo que el definitivo.
Se pueden llevar a cabo todas las reformas que se quieran, abrir el melón constitucional aunque ello comporte en estos momentos un gran riesgo, discutir una nueva financiación autonómica, etcétera, pero lo que no parece justo es conceder la vía de la consulta en Cataluña y no en el resto del país. Preguntarles a los catalanes que quieren hacer con España y a los demás, no, cuando se trata de un cuestionamiento global de las bases del Estado y de la fuente de la soberanía nacional. El asunto nos concierne a todos.
