Con la reciente clausura del bar La Gloria -uno de los escasos santuarios del llanisquismo que nos quedaban- los bergantines y cascarones que solemos navegar a la deriva hemos perdido nuestro principal punto de atraque y hoy somos más náufragos que nunca.

Aquel bendito establecimiento -puerto de refugio y faro providencial en medio de las tempestades de los últimos noventa años-, lo había abierto en 1920 el padre de la hostelería local, Cosme San Román, patrón del cercano restaurante de la estación desde la llegada del tren a Llanes en 1905. Abundante historia en minúscula y pacíficos episodios cotidianos se respiraban entre sus paredes, aunque sabemos que en el otoño de 1937, y ya con el timón en otras manos, acudían a desayunar allí los oficiales de la Legión «Cóndor» que se alojaban en la casa de estilo montañés proyectada por el arquitecto Mariano D. Lastra para San Román en la misma acera (tomaban café, pan y manteca de la SADI, antes de salir en sus Heinkel desde la cuesta de Cue a machacar los últimos reductos republicanos del Frente Norte). Desde luego, mucho más importantes que aquellos alemanes de paso fueron los viajantes, las remaqueras, los vendedores y compradores del mercado semanal de los martes, las gentes que recalaban, siempre cargadas de prisas y de bultos, a coger el tren por los pelos, y los paisanos de cada mañana y de cada tarde, que daban sentido a aquel friso costumbrista. Se hubieran podido sacar de allí doscientas biografías de entre los protagonistas del largo ciclo vital de La Gloria, empezando por Pepín Sánchez Inclán, el chigrero que pilotó el negocio hasta el cierre final, y continuando con Miguelín Purón, Mento de la Llana, Pancho Martín, Alfredo Oreña Ríos y muchos más.

Oreña, por ejemplo, daba para mucha prosa. Jefe de la estación del ferrocarril, de esqueleto rectilíneo de hijodalgo y con cara de cavilar mucho, dosificaba una locuacidad de pinceladas telegráficas y mordaces. «Se cree usted importante porque tiene bigote, ¿eh amigo?», dicen que dijo una vez a un pollo metomentodo y cargante que no dejaba hablar a los demás.

Nadie aportó en Llanes más neologismos que aquel cliente habitual del bar de Pepín. Inventaba palabras por un tubo, con una lógica formal heredera del ideario «marxista» (de Groucho Marx). Esto lo sabe bien el celoriano Javier González Tamés, que guarda aún hojas sueltas del cuadernillo en el que Oreña volcaba sus desvelos por el arte del buen hablar. «Cometa» -dejó anotado el ferroviario- «no me peta. ¿Hay en el cielo cometa que cometa algún delito? Lo mismo que llamar al cielo firmamento: ¿no es un esperpento? ¿Quién va a ir a firmar algo allá arriba?» Su quisquillosa inquietud lo penetraba todo: «Y esa frase tan oída, el marido y la mujer, pardiez, ¿no sería mejor decir el marido y la marida?»

Oreña coincidía a menudo con Cosmín Menéndez, el gigante de un metro de altura que tocaba la percusión en la orquesta «Los Panchines»: el primero posicionado en tierra de nadie, a pie de barra, casi siempre en solitario, y Cosmín sentado en la primera línea de fuego. Uno inventando palabras, y el otro manejando sin florituras la gramática de la RAE. No era infrecuente la irrupción en escena de alguna dama que venía a cantar las cuarenta al pequeño Casanova: «¡Me tienes frita, Cosmín, que estás echando a perder al maridu míu, llevándomelu de juerga hasta las tantas, y es un hombre casáu!» En esas ocasiones Oreña era una esfinge y Cosmín se limitaba a poner los puntos sobre las íes: «¡Sí, casáu pero no capáu!»