El impulso de la música barroca y la programación de óperas en versión de concierto redondean ahora, de forma acertada, la oferta del ciclo de Grandes Conciertos del Auditorio. Ciclo que, por cierto, cerrará la Sinfónica de Viena el próximo domingo por todo lo alto. Pero antes, el auditorio Príncipe Felipe -que acaba de soplar sus diez primeras velas-, presentaba a la afición al primer Puccini, al de «Le Villi», una ópera que a pesar de quedar deslumbrada por los grandes éxitos del italiano -hecho evidente-, parece que vuelve a centrar algunas miradas, como en España, Shanghai o en Fráncfort.

Muy buen ojo el de la organización, que apostó esta vez por un clásico, completando su camino compositivo, antes que sostener tamaña empresa como la del «Lohengrin» que presentara la OSPA el año pasado, y que ponen a prueba una plaza que, aun siendo tradicionalmente amante de las voces, no tiene todavía por costumbre este formato de concierto. Desnudo de la representación escénica que completa la condición de la ópera como teatro musical. Pero que, a plena vista, no puede perder el interés dramático. De eso supieron los responsables de «Le Villi», el pasado domingo, sobre el escenario.

«Le Villi» es, como se decía en la grada, una «joyita». Y eso, teniendo en cuenta las condiciones en que fue concebida la obra y su historia de éxitos y fracasos. En la ópera, estrenada en su versión de dos actos en el teatro Regio de Turín en 1884, se palpó la herencia de la lírica italiana, además de la corriente francesa y la influencia germánica del momento. Puccini buscó una nueva salida a la ópera italiana, y lo interesante es ver cómo esta primera ópera inició el camino por el que Puccini encontró las fórmulas definitivas en cuanto a la orquestación, lenguaje armónico y la naturaleza de las melodías que conformaron su personalidad. «Le Villi» lo anuncia en una síntesis bajo la estructura de números cerrados, que evidentemente todavía aparece frágil en su planteamiento, con sus respectivos problemas para la interpretación. Con todo, la orquesta «Oviedo Filarmonía» estuvo espléndida en su lectura, guiada por su director titular, Friedrich Haider. Papel ambicioso para la orquesta, dado el carácter sinfónico que domina en la obra, en un protagonismo de la orquesta que trasciende los tiempos instrumentales de «El Aquelarre» y «El Abandono». La OFIL se preocupó por una música llena de colores, especialmente efectiva y grandilocuente en su versión, pero también con buen ritmo, potenciando la tensión que desarrolla la ópera desde la mitad del primer acto.

El coro, ya como un personaje más, jugó un papel de peso apoyando el poder dramático de la música y sobre la ineficacia de un libreto que no profundiza en los personajes, más allá de la leyenda de «las willis». El Coro de la Fundación Príncipe de Asturias, aún con detalles como las entradas dudosas en el número seis por parte de las cuerdas femeninas, se mantuvo correcto, respondiendo ante las intensidades y afinaciones peligrosas que presenta una obra con la que un coro, de nivel reconocido, puede lucirse evitando conformidades.

En las voces solistas, tres voces líricas para tres arias principales que contempla la partitura, en la que se observa ya la mano maestra del compositor. Si bien, el temperamento sinfónico de la partitura jugó en contra del canto, en lo que se refiere al volumen sonoro. Ángel Ódena -que hizo triplete este año en las tablas ovetenses-, siempre emocionante y rotundo, aportando riqueza de carácter a su aria del acto II, sobre la sonoridad que aportaron la madera y el metal. En el papel de Anna, la soprano Cristina Barbieri dejó con un gran sabor de boca, dadas sus características vocales y una expresión que la convierten en una de las cantantes puccinianas más buscadas. La voz que menos destacó fue la del tenor Luis Dámaso, que defendió una partitura muy ambiciosa, con bello timbre y fraseo, pero con menor potencia y problemas a la hora de atacar los agudos.