Elena FERNÁNDEZ-PELLO

Para celebrar el Martes de Campo como Dios manda, imprescindible pasar de mañana por la capilla de la Balesquida. La tradición manda oír misa y bendecir el pan antes de salir a llenar la barriga, pero pocos son los que cumplen con ella. Los ovetenses más ortodoxos cumplieron con el rito y a las diez en punto acudieron al templo de la cofradía, para salir con los bollos y el vino de la comida campestre con todas la bendiciones que requería la festividad.

El sacerdote Luis Legaspi ofició la eucaristía y el coro «Reconquista» puso música a la celebración. De allí los feligreses salieron hacia el Campo San Francisco, a coger sitio para comer a gusto el pan bendito, o a cualquier otro sitio donde acampar.

La tradición del Martes de Campo, no está de más recordarlo, es inseparable de la historia, ya casi legendaria, de doña Velasquita Giráldez, una dama que vivió en Oviedo en el siglo XIII y que realizó una generosa donación a la cofradía de los alfayates o sastres, germen de lo que acabó siendo La Balesquida.

La crónicas cuentan que el 5 de febrero de 1232 aquella distinguida señora mantuvo una reunión con el cabildo de esa cofradía para formalizar la donación del hospital de Santa María, que ella misma había fundado, así como diversas propiedades que garantizarían su viabilidad. A cambio, los cofrades prometían rezar por su eterno descanso, un compromiso que no rompieron y que se repite año a año con el responso ante su sepulcro, en la iglesia de San Tirso.

En cuanto a la costumbre de salir al campo a comer, data de 1450, año en el que se establece la celebración de la Pascua de Pentecostés con una procesión en la que la imagen de Nuestra Señora de la Esperanza transitaba por las calles de la ciudad, desde la capilla de la Balesquida hasta la Santa Ana de Mexide, allá por Montecerrao. Allí, una vez acabada la misa, se repartía entre los cofrades «un bollo de media libra de pan de trigo, torrezno y medio cuartillo de vino de pasado el monte», es decir, de Castilla. El torrezno con pan fue sustituido, con el tiempo, por una receta más ingeniosa, como es el «bollo preñao».