De los cascotes recientes del acueducto de los Pilares nació la calle de Cervantes, que tomó ese nombre el 22 de abril de 1916, víspera de la fecha dada por buena con la del tercer centenario de la muerte del escritor. Aquello hasta entonces se había llamado camino de los Pilares, en el amplísimo espacio de Llamaquique y ese barrio popular se cambió en calle de las buenas, en aquel Oviedo que crecía y se multiplicaba.

La calle de Cervantes fue siempre bien amada de los ovetenses y vivió hasta ahora sucesivas etapas e incluso, últimamente, un cierto decaimiento, como contagiada de la tristeza de parte de la zona que se acerca a Independencia. En la parte alta, vecina de lo que fue la Gran Vía, avenida de Galicia, bajando por los impares, hay una casa que nació sobre lo que había sido Villa Ubalda, singular residencia de Aurelio del Llano, allí donde estuvo luego una discoteca de mucho éxito, Aristos, en los buenos tiempos de las discotecas en Oviedo. Poco más abajo, borrado del mapa, el característico edificio en el que estuvo la Academia Ojanguren, semillero de profesionales de los negocios, cuando muchos jóvenes se formaban en contabilidad y se colocaban pronto y bien.

Al poco aparece una vieja novedad, el Hotel Barceló, que remozó un edificio que era en la infancia de muchos niños ovetenses, entre los que me cuento, el escenario truculento de los misterios, prolongación de los miedos del cine. Aquella casa, edificada entre 1910 y 1915 por Luis Montes, hermano del pintor Ricardo Montes, que luego emigró a Hollywood como decorador, fue una de las casas sin fortuna de Oviedo, tempranamente abandonada a su suerte. Al lado surgieron, en los años 50, el «Serrucho» y el «Serruchín», edificios ambos de un tiempo en el que Oviedo todavía ponía motes a las casas y se sorprendía de las novedades.

Si pretendiéramos marcar etapas de las construcciones de la calle Cervantes, nacida a la sombra del ferrocarril, marcaríamos como característica la casa de Montes, que ya no sirve para imaginar terrores.

Una segunda etapa la marca la casa de Anís de la Asturiana, en el número 17, obra de Bustelo de 1939, en la que se prolongaba el carácter industrial de los primeros tiempos con la fábrica de anís de la trasera del edificio. La fábrica ya no está allí y la casa vive malos tiempos que se traslucen a la expresiva fachada.

En 1956 y 1958 Álvarez Castelao consagró la edad de oro de la calle con el «Serrucho» y el «Serruchín», que tomaron nombre de lo atrevido de sus fachadas de balcones esquinados. Parece mentira que estas casas, todavía tan modernas, sean ya cincuentonas.

Lejos los tiempos de la opulencia de las familias grandes y los grandes salones, Cervantes se transforma en forma de vida nueva, que pasa forzosamente por lo comercial. Desaparecidos sitios como La Real y Casa Viena, entre otros muchos comercios, mantiene en buena hora el cetro y el decanato la floristería La Camelia, que alegra con sus flores puntuales cada mañana.

Algo habría que decir de El Babel, que era a un tiempo sala de baile y ring de boxeo, al lado de la casa de esquina en la que vivía la familia de Ángel González, nuestro poeta mayor. Por cierto, ¿qué es de su legado literario?