Hacerlo de pie fortalece la columna, boca abajo se nos cae la baba, boca arriba podemos ver el cielo (o las estrellas). Hacerlo sólo y a diario es lo mío, aunque corra el riesgo de quedarme ciego; en el retrete me divierte, en el ascensor también, y cuando viajo en autobús, con o sin compañía. Hacerlo con frecuencia estimula la imaginación, y en grupo de vez en cuando, por cambiar impresiones y conocer los gustos cada cual. En las escaleras, en el atrio de una iglesia, sobre nuestro regazo, entre plato y plato, en lugar de la siesta, arrimado a un árbol, a la luz de una farola, poco antes de dormir o nada más despertar, es de lo más recomendable. En mi adolescencia lo hice de rodillas, sometido por una profesora, y me dolió, pero fue por mi bien. Yo lo recomiendo para cualquier edad, credo y sexo; si acaso conviene cambiar de postura; y de libro, claro.