Eduardo GARCÍA

En el año 1974 el dermatólogo asturiano Pedro Álvarez-Quiñones Caravia describió por vez primera una enfermedad bautizada como hipotricosis simple hereditaria, una alopecia con causas genéticas que afectaba tanto a hombres como a mujeres. Aquella descripción, publicada en el «British Journal of Dermatology», fue un hecho trascendente en la fértil carrera como médico y profesor de Álvarez-Quiñones, fallecido el pasado 23 de diciembre y que hace tan sólo unos días recibió un homenaje de la profesión médica y de la Academia de Medicina y Cirugía de Valladolid.

Álvarez-Quiñones nació en Oviedo en 1924, estudió en el colegio Hispania, hizo su carrera en la Universidad de Valladolid, de donde fue además catedrático de Dermatología, además de en Santiago de Compostela. Formó parte del mítico cuerpo nacional de lucha contra enfermedades venéreas del hospital madrileño de San Juan de Dios, realizó su tesis sobre un asunto que ahora parece banal pero que llegó a tener trascendencia: el eccema de manos del ama de casa. Amplió estudios en Inglaterra -Londres y Oxford- y tuvo la oportunidad de conocer a Fleming.

María, su hija, lo recordaba ayer como «un hombre de inteligencia sorprendente, sutil y delicada; nada prepotente, con una enorme claridad mental, crítico y siempre lleno de preguntas, respetuoso con todo el mundo y con profundas convicciones liberales». Ella, médica patóloga en el Hospital Clínico Universitario de Valladolid, y la única de los tres hijos de Pedro Álvarez-Quiñones que siguió sus pasos profesionales, valora sobre todo «el ejemplo que siempre dio en el trato de los pacientes, con cariño y con ternura».

El padre de Pedro, Eugenio Álvarez-Quiñones, ejerció de médico en Oviedo. «Trabajó como médico rural en Pola de Lena y allí conoció a la que fue mi abuela, Petra. Tuvo una consulta de odontología muchos años en la calle Mendizábal». Petra era hermana del filósofo e intelectual Pedro Caravia, «una persona que influyó decisivamente en mi padre. Yo llegué a conocerlo -recuerda María Álvarez-Quiñones- tenía una gran formación, una personalidad encantadora. Era un hombre especial, gran miope, lo que no le impidió ser un excelente crítico de arte».

La dermatología siempre le llamó la atención y hacia ella dirigió sus pasos profesionales casi desde el mismo momento en que salió de la Facultad de Medicina de Valladolid. En 1961 logra la cátedra de Dermatología en la Universidad de Santiago, pero su estancia en Galicia se redujo a un par de cursos académicos, hasta que sacó la cátedra de Valladolid.

Su relación con Asturias se mantuvo, sin embargo. En Asturias vive un hermano, Eugenio. Otro hermano, Miguel, fue cirujano maxilofacial en el Hospital Central y tenía también consulta de dentista. Y en Asturias viven varios sobrinos.

«Un médico con vocación firme, meditada y decidida, perteneciente a la escogida nómina de maestros que nos enseñaron la teoría y la práctica de la Medicina, y además, con su ejemplo, aprendimos también la ética, la estética y el arte de la vida». Con estas palabras lo describe el presidente de la Academia de Medicina de Valladolid, Ángel Marañón. Álvarez-Quiñones creó escuela, fue decano de facultad y presidente de la propia Real Academia. «Fue un hombre que generó prestigio, respeto y admiración».

María Álvarez-Quiñones recuerda a su padre como docente en su Facultad. «Era un profesor muy respetado, con mucho prestigio. A mí no me causó ningún problema tenerlo en clase, porque es que además sus clases eran maravillosas. Yo iba para Dermatología, pero mi padre siempre me decía: cuánto me gustaría que fueses patóloga. Y gracias a él descubrí una especialidad maravillosa».

-¿Y qué nota le puso?

-Saqué matrícula de honor, pero, claro, él no me examinó por razones familiares. Lo hizo un tribunal.

Pedro Álvarez-Quiñones fue discípulo de uno de los más grandes de la dermatología española, el catedrático de la Complutense José Gómez Orbaneja, fallecido en 1987, y gran amigo de otra referencia inexcusable de la especialidad, Antonio García Pérez.

Pedro Álvarez-Quiñones, hombre con coherencia y firmeza en sus convicciones, según la Academia de Medicina de Valladolid, curó, enseñó, investigó, escuchó y traspasó vocaciones para que otros siguieran su senda. Murió anciano, mientras dormía. Su familia, en especial su esposa, María Luisa; sus compañeros y amigos le siguen echando de menos.