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La Bomba Del Fontán | Las Crónicas De Bradomín

El mal paso del cabal abuelo Inocencio

José Antonio, el hijo de la tata Herminia, fue tomándose libertades en casa, hasta el extremo de utilizar mi ropa y dejar a mi nombre en los bares consumiciones sin pagar

El mal paso del cabal abuelo Inocencio

Aquella mañana tuve un mal despertar. Había tenido varios sueños, no siempre agradables. De entre todos, solo recordaba con nitidez uno que me había trasladado hasta la infancia. Herminia había sido mi tata durante bastante tiempo. El recuerdo que tengo de ella resulta un tanto agridulce solo de pensar en el pestilente aceite de hígado de bacalao que día tras día me forzaba a tragar.

Era hija de una antigua ama de llaves de la casa solariega que mi abuelo paterno tenía en Fuensanta. De jovencita había tenido la desgracia de haber dado un mal paso; soltera, madre de un hijo cuyo padre apuntaba ser el sacerdote encargado de los cultos en la iglesia del pequeño pueblo donde vivía. Alejada por la familia de su entorno, fue enviada a Oviedo y recluida en las Religiosas del Servicio Doméstico en la calle San Vicente. La criatura fue entregada al Hospicio Provincial. Años después Herminia se echó un novio -un repatriado de la División Azul en Rusia- con el que se casó. No recuerdo haberla vuelto a ver; su hijo, sin embargo, continuó años en el hospicio. Mi abuelo comenzó a traerle los domingos a comer a casa, y, antes de marchar, a escondidas, yo sabía que le daba una paga. Con el paso del tiempo, José Antonio, que así se llamaba, fue tomándose libertades en la casa hasta el extremo de utilizar mi ropa; incluso dejaba en establecimientos consumiciones sin pagar a mi nombre.

Murió mi abuelo y el asunto comenzó a tomar otro cariz: se le puso en su sitio. Ya no se contaba con su presencia los domingos, menos aún con la cuestión crematística; no obstante, mi padre quiso hacer algo por él. Le buscó un empleo en el Servicio de Publicaciones de la Diputación, la cosa no cuajó. Más tarde en el Economato, tampoco funcionó. Su indisciplina y faltas al trabajo eran una constante. Pasado algún tiempo comenzaron a llegar a nuestro domicilio notas intimidatorias y llamadas telefónicas a horas intempestivas. Mis padres vivían en vilo permanente hasta que un día, harto de aquella situación, decidí tomar la iniciativa y, a por él me fui.

"No sabes lo que me aborrece hablar contigo" -le dije de entrada- "¿Qué es lo que pretendes?". Puso cara de póquer antes de responder: "Tu familia me debe algo". "¿Cómo dices?", pregunté con asombro. "Me debe mucho, una vida", insistió. "¿Mi familia?", respondí incrédulo. "Bueno, concretando más, tu abuelo"., aclaró. Quedé patidifuso: "¿Acaso crees que mi abuelo...?" Me interrumpió: "Bradomín, no lo creo, estoy seguro". "La próxima vez que nos veamos será en el Juzgado", dije antes de levantarme y marchar. La situación de acoso continuaba. En casa nada sabían de mi encuentro con el interfecto. Mi padre había recurrido a sus conocidos en la Magistratura en busca de consejo y solución. Una mañana se me ocurrió llamar a mi buen amigo Marquitos Peña, hijo del Gobernador, y contarle lo que pasaba. "Joder, vaya puntazo", bromeó al conocer la papeleta. "Dame los datos y déjalo de mi mano", añadió. Pasaron no más de quince días y la cosa cambió radicalmente. Quedé con mi amigo para darle las gracias. "¿Cómo fue la solución?", pregunté. "Fácil. Mira Brado, en cuanto les dan un 'paseito' por la Comisaría la gente entra en razones", dijo.

Debo reconocer que más de una noche tardé en conciliar el sueño tratando de imaginarme al recto y cabal, abuelo Inocencio, enredado en sábanas ajenas.

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