La diferencia entre el hombre común y el genio artístico, creo yo, es meramente cuantitativa, porque si fuese cualitativa o de naturaleza, los grandes modelos de la arquitectura, de la escultura, de la pintura y de la música, serían inaccesibles al espíritu de la mayoría de los humanos. Los románticos creían que el hombre genial estaba exento de las leyes comunes humanas, que era una especie de monstruo.

El genio es la facultad de inventar llevada al más alto grado de su poder; todos somos geniales, de mayor o menor categoría, puesto que todos somos capaces de inventar.

La facultad de invención supone el concurso de la imaginación, la inteligencia y el gusto. Pienso que un artista formado sin maestro, que no se inspire en tradición alguna, a quien faltase todo conocimiento teórico de los principios de su arte, pero dotado excepcionalmente, podría producir por instinto obras notables, creo que no produciría una obra maestra porque es imposible y pienso que no ha acontecido nunca. Los genios mismos han empezado por ir a la escuela; las obras de su madurez llevan el sello mejor grabado de lo que se cree, el sello de esos años de aprendizaje. En una obra verdaderamente hermosa, nada se deja a la casualidad, todo está justificado, es útil y concurre el resultado apetecido y en ella triunfan el genio y la razón.

Por ejemplo, en la composición el artista compone estableciendo entre las sensaciones elegidas una relación tal, que resulte de ellas un todo armónico, apropiado lo mejor posible a su temperamento y conforme con su ideal. Yo creo que la composición es un trabajo de ordenamiento de grupos que influyen mutuamente.

La obra artística se hace, duradera, por una notación que permite renovarla, y es lo que sucede en literatura, música y en arquitectura, y es necesario que la mano obediente ejecute sobre el lienzo, en el barro o en el papel, las combinaciones armoniosas imaginadas en el cerebro.

Y es ciertamente indispensable la libertad para los artistas y pienso que dicha libertad no puede ser ilimitada.