Fue un sierense nacido en la parroquia de Bobes el 17 de octubre del año 1917, descendiente de la familia de los Rosquieros. Ebanista de oficio, que aprendió de guaje con un hermano en Gijón y que practicó tallando muebles para los familiares; luego trabajador hasta su jubilación de Muebles Genji de Lugones, además de cartero rural durante varias décadas, muy conocido y apreciado, de Lugones a San Miguel de la Barreda. Después pasó sus últimos treinta y dos años en la villa de Noreña; acá vino a vivir con su hija, Mary la del bar La Sala, y con sus chistes, su gracia y sus atenciones se fue convirtiendo en una persona muy popular y querida.

Me comentan que Silverio Cueva Cueva siempre estaba de buen humor y con algo a punto para contar a la gente; cualquier cosa sin importancia le valía para iniciar una conversación y hacerla interesante.

Aunque de la guerra no solía hablar y procuraba eludir ese tema, especialmente en su casa, hemos averiguado que era un mutilado al que le faltaba un juego del tobillo izquierdo y por ello caminaba acusando cierta cojera. Todo ocurrió en el frente de Teruel, durante la guerra civil, cuando quedó congelado en el monte y salvó la vida milagrosamente. Silverio, para suavizar la cuestión y no crear polémicas, sí aseguraba que había estado en los dos bandos, más guardado que luchando y sin pegar nunca un tiro a nadie.

Por Noreña lo veíamos con su maleta de herramientas debajo del brazo, compañera inseparable durante los años que disfrutó de ser pensionista; siempre tenía avisos o encargos de alguna vecina del pueblo para colgar un cuadro que había comprado en el bazar de los chinos, reparar una puerta que arrastraba, poner remedio a una persiana que se había trabado o componer una silla que tenía una pata astillada. Donde peor lo pasaba era para subir a los pisos altos de las casas sin ascensor y cuando alguna muyer cerraba la puerta de casa y olvidaba la llave dentro; el pobre Silverio, además de las herramientas, tenía que utilizar la magia para evitar algún soponcio.

A la hora de cobrar le llegaba otra preocupación, algunas veces acompañada de tal o cual cargo de conciencia. Su tarifa estaba basada en lo que veía sin tener en cuenta el trabajado realizado; si observaba que los de aquella familia eran poco pudientes todo se hacía gratuitamente, conformándose con unas sonrisas y una palmada en la espalda. A otros, que los veía nadar en más abundancia les podía cobrar como máximo entre cinco o diez duros, arreglándose para dejar uno para los guajes, bien fuesen fíos o nietos, y si no los había, para que el paisano de la casa tomase un vasu de vino a su salud.

Y como todo empieza y todo termina, un día, siendo ya bastante mayor, llegó a su domicilio con una herida en la frente y con unas cuantas disculpas preparadas para los que preguntasen más de la cuenta. Pero el demonio, que siempre anda suelto y revolviendo, apareció por allí para descubrir la verdad a su hija Mary, contándole con detalle que aquella brecha se la hizo al haber caído de una escalera. Así, sin ningún aviso y sin darle tiempo para decirle adiós, fue como hicieron desaparecer para siempre la maletina con las herramientas de Silverio.

En aquellos momentos Noreña se había quedado sin el manitas que todo lo arreglaba y componía; él mismo disculpaba su definitivo y obligado retiro y comentaba: «Algún día tenía que ser ya que los años no perdonan y el diablucu empeñose en tirame de la escalera».

Desde entonces tuvo que conformarse con pasear por los alrededores del río, allá por Los Riegos, acompañando a Peinó el zapateru, a Rosendo el barrenderu, a Juan, Dimas, JoaquínÉ Ya que de ninguna manera quiso apuntarse a los jubilados. «Por no tener edad para ello», solía decir.

Cuando los de la peña El Jarro noreñense (los del buen comer y el mejor beber) le vinieron a buscar para nombrarlo el abuelo del año, en el 2005, no quería aceptar la invitación y tranquilamente argumentaba: «Paezme que soy bastante joven pa ocupar esi puestu. ¿Por qué no esperáis a que cumpla los noventa?».

Si de buen abuelo ejerció en Noreña, aún mejor lo fue para su familia. Madrugaba todos los días y a la churrería de Luci llegaba por los churros calientes para que desayunasen los nietos y, poco a poco, se fue convirtiendo en el abuelo del bar La Sala.

Era un hombre muy fácil de conformar y amigo de la buena mesa, sin que su estómago jamás le causase molestias después de un suculento plato de fabada con todos los sacramentos (fabes de Argüelles como almohadas y compango casero de la aldea; como testimonio basta observar la fotografía). También le encantaban los callos y nada digamos de los sabadiegos; lo que no perdonaba era un pigaciu a la hora de la sienta y sin levantarse de la mesa, y añoraba, de vez en cuando, un pitucu de aquellos de caldo, los que había que liar a mano.

Silverio Cueva Cueva abandonó a los mundanos definitivamente el 30 de marzo del 2006, cuando se acercaba a los 90 años y después de que una galopante enfermedad acabase con él en tan sólo tres meses. En Noreña, donde tan feliz fue y tan contento se sintió, queda su fotografía enmarcada en una pared del bar La Sala (con aspecto bonachón y muy campechano, ante una cazuela con fabada y una botella de sidra), también allí sigue su tertulia, sus amigos y su familia más querida, conservando los mejores recuerdos de su vida.