2 Chus Neira

«¡Larga vida al rey!, ¡larga vida al rey!». En su triplete por España dentro de la gira mundial Madonna no se ha cansado de repetir esta semana el grito de homenaje a Michael Jackson. Está bien darle al César lo suyo, pero en este caso, como suele suceder con las dobleces de esta chica, el grito de Madonna parece que también esconde aquello otro de «El rey ha muerto. ¡Viva el rey!» (reina, en este caso). Sí, Madonna debe mucho a Michael Jackson -no es la única-, y pocos artistas hay como ella tan preparados para ocupar ahora un trozo del reino desierto que deja el rey de la Coca Cola.

Bueno, en realidad creo que era Pepsi lo que promocionaba en vida, pero lo que quiero decir es que la importancia de Michael Jackson, y en ese terreno Madonna supo tomar buena nota, no está tanto en lo musical como en lo de fuera, en el envoltorio. Con Michael Jackson ha fallecido, más que el músico, el bailarín, el cantante o el compositor, un verdadero «héroe cultural del capitalismo». Suena un poco raro, pero estoy convencido de que es así y de que sólo esa perspectiva explica la desproporcionada repercusión mediática de su cadáver. Claro que Michael Jackson aportó lo suyo en el terreno musical, pero si sólo lo midiéramos por ahí bastan un par de ejemplos recientes para hacer empalidecer al de «Thriller». Muertos frescos, de hace pocos años, cuya defunción también sucedió en el mundo y con los medios globalizados de aquí y ahora, y de similar rama musical no llegaron ni a aproximarse al «caso Michael», a pesar de que su aportación a la historia de la música supera con muchísimo lo que nos deja Jacko. Hablo de Ray Charles (10 de junio de 2004) y de James Brown (25 de diciembre de 2006). Sin el primero, el rhythm'n'blues y el jazz no habrían parido el soul. Sin el segundo, el soul no hubiera hecho funk y quizá no habría hip-hop. A todos esos breakers y demás comunidad hiphopera que derramaron tantas lágrimas por la muerte de Michael Jackson les recomiendo que repasen los vídeos de los mejores años de James Brown en directo. Igual no llevaba calcetines blancos, aunque también era un rato hortera, pero yo le he visto hacer el paseo de la luna, el Robocop y todo ese rollo gestual cuando el pequeño Jackson estaba todavía en la factoría de Berry Gordy.

Fue precisamente ahí, en la Tamla Motown, donde sospecho que Michael Jackson aprendió los principios del movimiento que luego dirigiría, lo que le hizo grande y lo que, a la postre, está provocando tal omnipresencia con su muerte. Gordy lo ha dicho en alguna entrevista reciente. Su idea al fundar la Motown era la misma que la cadena de montaje de la Ford: poner en marcha un sistema de producción de artistas y éxitos, de tal manera que pudiera coger a cualquier tipo de la calle, meterlo por la puerta de los estudios de Detroit y sacarlo por el garaje convertido en un número 1. Esos tipos, gente como la familia de Jackson, eran la materia prima. Los obreros, una legión de músicos, compositores y asesores de imagen.

Jackson tuvo esa idea siempre presente, la de vender copias, buscar la fórmula del éxito total, agradar a toda la humanidad. Tener mucho más de un millón de amigos. En sus producciones, las que firmó en solitario o con Quincy Jones, se comprueba hasta qué punto llevaba su voluntad de héroe pop total (no sólo pop, r'n'b, baile y reposado, sino hasta guitarras de «Van Halen» en «Beat it» con tal de sumar público). Pero fuera de la música, su empeño fue similar, más arriesgado y, creo, a la postre acabó con él.

Como un moderno Prometeo, Michael Jackson fue víctima de su propia estrategia y por llegar a todos se precipitó. El Frankenstein que construyó sobre su propia persona trataba de no ser hombre ni mujer, niño ni adulto, blanco ni negro, e incluso ni hombre ni máquina. Al final, incapaz de superar sus propios récords de ventas, acabó convertido también en un ciborg, ni hombre ni máquina, una especie de lata de Coca-Cola. La fórmula secreta ahora queda para el que la quiera.