En Arriondas se toma una carretera poco conocida y frecuentada que, siguiendo la margen izquierda del río Sella, conduce al concejo de Ribadesella. Es una carretera de gran interés para los gastrónomos, ya que para tomarla desde el centro de la villa hay que torcer a mano derecha precisamente donde se encuentra «El Corral del Indiano», y por diversas revueltas y recovecos se sale a las laderas meridionales de la sierra del Sueve en Collía, un poco más abajo de «Casa Marcial»; los dos excelentes restaurantes avanzados, condecorados con estrellas de la Guía Michelín. Otra carretera que se toma en Torre y va por Linares sale a «Casa Marcial» más directamente. La carretera es estrecha y con curvas, como corresponde a una carretera de montaña, pero actúa en su favor que apenas tiene tráfico. En algunos tramos está reventada y crece hierba en las rajaduras. En el esplendor de la primavera, el paisaje es pura exuberancia de los variados matices del verde.

A partir de Arriondas el ferrocarril pasa a la margen izquierda del río, comunicando tres aldeas, Fuentes, Toranzo y Cuevas, las dos últimas incomunicadas por carretera. En la actualidad, un puente sobre el Sella, une Toranzo con la antigua carretera de Oviedo a Santander, pero la carretera que va a Cuevas por la Cuevona muere allí mismo, a pocos pasos de la estación. Fuentes, la primera de las aldeas, está sobre el río, a dos o tres kilómetros de Arriondas. La vegetación se extiende por las laderas y hacia el río. La tierra está poco habitada y la carretera asciende. En una ladera vemos una casa grande y varias casas apiñadas: en un murete delante de la capilla, una placa de cerámica recuerda al hijo más conocido de este lugar, el indiano Manuel Fernández Juncos. Tresmonte no es más que esto.

La carretera sigue subiendo entre pinares, produciéndose ese efecto maravilloso de los pinares al borde la carretera: uno está por encima de las copas de los pinos, y en ese momento, la carretera pasa a la otra vertiente y tenemos ante nosotros el mar: un mar blanco bajo sosegadas nubes grises que cubren enteramente el cielo.

La aldea siguiente por esta ladera es Noceu: una sucesión de caseríos mal apiñados. Siguiendo la carretera entramos en Cuevas atravesando la Cuevona: Es una cueva imponente, de altas bóvedas, catedralicia, con robustas y barrocas estalactitas y estalagmitas (un cartel a la entrada prohibe arrancarlas), aunque de corto recorrido. Al final de la Cuevona está Cuevas, un pueblo en verdad, bien bautizado. Tiene bar y estación de ferrocarril. En la fachada de la casa de al lado de la estación han pintado un madrileño de sainete manipulando un organillo, y la leyenda: «De Cuevas al cielo».

Tenía que ser magnífico ser jefe de estación en Cuevas a comienzos de siglo pasado: de novela. Digo que seguramente, en las largas jornadas invernales, al jefe de estación podía darle por escribir una novela.

En la actualidad, a Cuevas llega un número discreto de turistas. Vemos a dos matrimonios que observan con curiosidad la estación y que declaran, en la manera de andar y mirar, que son madrileños. Las mujeres van delante, muy alegres, y los hombres, de aspectos adusto, van detrás y miran con indiferencia. Seguramente están pasando el fin de semana en una casa rural y no sabían qué hacer. Tal vez son médicos.

Manuel Fernández Juncos, en Tresmonte, hace siglo y medio, sí sabía qué hacer: salir de allí cuanto antes. Había nacido el 11 de diciembre de 1846. Sus padres, Ramón Fernández González y María Juncos Pando, eran humildes campesinos: visto Tresmonte ahora imaginamos cómo sería en el siglo XIX. No obstante, el pequeño Fernández Juncos acudió a la escuela de Moro, «donde me habían hecho aprender, a palo limpio, los rudimentos más esenciales de la instrucción primaria». A pesar de ello, a su regreso a los lugares de su infancia en 1885, que relata en su libro «De Puerto Rico a Madrid», no le guarda el menor rencor al maestro que le había molido las costillas en aplicación del severo principio pedagógicos de «la letra con sangre entra», sino por el contrario, le compadece y admira: «¡Pobre maestrín (como allí se le llamaba comúnmente, no sé si aludiendo a la cortedad de su estatura o de su paga), yo te perdono los palos que me diste, y aún los doy por bien recibidos en gracia del bien inmenso que me has hecho enseñándome a leer y a escribir!», escribe. Son palabras nobles, que tienen poco que ver con la mentalidad de ahora, aunque en otros aspectos de su actividad pública y de su mentalidad se puede considerar a Manuel Fernández Juncos como un elemento progresista. Y destaca el sacrificio infatigable y pésimamente retribuido de aquel pobre hombre para sacar de un estado medio salvaje a unos muchachos díscolos y a la defensiva. «Ni sus obligaciones ni su fortuna le permiten salir de aquel pobre caserío, siquiera para enterarse de que ha cambiado ya algo el arte de la enseñanza -escribe-. En los días de labor no puede faltar en la escuela; en los festivos tiene que ayudar a misa, poner su alma con Dios, rayar las planas, cortar las plumas y exprimir agallas o cerezas negras para proveer de tinta a todos sus discípulos».

Tal vez el recuerdo de este maestro influyó sobre Fernández Juncos, para quien la educación fue la meta de su actividad al otro lado del Atlántico. A su modo se dedicó a la enseñanza, no con ademanes y palmeta de dómine, sino fundado y dirigiendo periódicos y revistas que contribuyeron en gran medida al surgimiento cultural de su tierra de adopción, la isla de Puerto Rico, a la que había emigrado desde Avilés en el velero «Eusebia», el año 1857, recién cumplidos los once años de edad.

Le habían reclamado unos familiares establecidos en Ponce, y durante los primeros años pudo alternar el trabajo como dependiente de comercio con los estudios de materias generales y de idiomas, que le ocupaban su tiempo libre. Afectado pro una epidemia de fiebre amarilla, es enviado a Adjuntas para reponerse, y durante la convalecencia lee todo lo que cae en sus manos. No había muchos libros en Puerto Rico por aquella época, pero tuvo la fortuna de que le atendiera un médico ilustrado, el doctor José Gualberto Padilla, que poseía una regular biblioteca. El joven enfermo lee vorazmente, y de leer pasó a escribir. Padilla era también algo escritor, colaboraba en los periódicos con el pseudónimo de El Caribe. Con su ayuda empieza colaborar en los periódicos «La Razón», de Mayaguez y en «El Derecho» de Ponce, dentro de una línea de liberalismo y republicanismo bastante radicales; y colabora también en los periódicos «La España Radical» y «Don Simplicio».

Por aquel tiempo abundaban las publicaciones periódicas tanto en Puerto Rico como en Cuba, por lo general de corta vida, aunque algunos periódicos llegaron a a tener una gran influencia no solo en las colonias, sino también en la metrópoli, como el «Diario de la Marina» de La Habana, dirigido por el asturiano Nicolás M. Rivero, y «El Buscapié», fundado y dirigido por Manuel Fernández Juncos el año 1877 y que, hasta su cierre en 1899, después de la independencia, sería un medio de expresión y difusión sumamente influyente en los terrenos de la política, la cultura y la sociedad. Nunca desatendió Fernández Juncos su interés por la educación y mayor civilidad de los isleños, tanto nativos como españoles, y las páginas de «El Buscapié», además de proporcionar la información que se espera de un periódico, eran también escuela y consultorio higienista, además de proporcionar a los lectores amena literatura y recreo. A la sombra de «El Buscapié» funda más adelante la «Revista Puertorriqueña», de carácter más cultural y especializado, que Menéndez Pelayo situó entre las mejores publicaciones literarias de las Américas españolas. Con corresponsales en Madrid y en París, contaba entre los colaboradores habituales con las firmas de Castelar, Pi y Margall, Juan Valera, Jacinto Octavio Picón, Rafael M. de Labra, etcétera. El propio Fernández Juncos era escritor reconocido y sus series de artículos sobre tipos y costumbres le sitúan como el fundador de la literatura costumbrista en Puerto Rico. También fue algo poeta, y además de miles de artículos, publicó más de una docena de libros, y, como escribe J. Mercado, «creó en el país el hábito de la lectura, que hasta entonces era privilegio de los hombres de cierta instrucción».

En los momentos difíciles que precedieron a la independencia de Puerto Rico fue presidente del partido Autonomista Histórico y ministro de Hacienda en el primer, y efímero, gobierno autonómico de la isla. Alcanzada la independencia, al titánico esfuerzo de Fernández Juncos se debe que se continúe hablando español, a punto de ser sustituido por el inglés a causa de los nuevos planes de estudio. Fernández Juncos consiguió que en un plazo angustiosamente corto los libros de textos españoles se adaptaran a la nueva situación. Su actividad a partir de 1898 fue de carácter cultural, social y asistencial: presidió la Sociedad de Escritores, el Ateneo de San Juan y la Cruz Roja. También dirigió la Biblioteca Insular hasta 1917. Sus últimos años fueron de reconocimiento y honores. Murió el 18 de agosto de 1928. Contra viento y marea, no renunció a la nacionalidad española.