Francisco de Sert, conde de Sert, cuenta a propósito de la Fonda Colasa, una anécdota que prueba el apetito voraz de Jean-François Revel. La Colasa era -cerró hace ya años- un establecimiento legendario de Comillas que en los años de la posguerra obtuvo una de las primeras estrellas Michelin concedidas a España. Sert se refiere a cómo en el verano de 1982 almorzó allí con el filósofo y periodista francés y el también desaparecido Xavier Domingo, según el autor del relato «el gastrónomo más libre, progresista y desinhibido de este país».

La comida comenzó con los entremeses fríos y calientes, típicos de la casa y servidos con la abundancia que era habitual en ella: embutidos variados y jamón de primerísima calidad, y, luego, la acostumbrada menestra de verduras, pimientos rellenos, croquetas, sesos, criadillas, riñones, morcilla, callos, etcétera, acompañados de 904, la reserva de Viña Ardanza. Domingo, como cuenta Sert, sugirió que los entremeses fueran todavía más abundantes que de costumbre dado el hambre canina de Revel.

Los comensales habían encargado como plato principal unas langostas del Cantábrico acompañadas de champagne Dom Pérignon, que al final bebió Sert ya que sus dos acompañantes prefirieron seguir trasegando tinto. La comida regada por la discusión sobre la «nouvelle cuisine», novedad entonces, y la vieja tradición de los fogones, derivó acalorada en un momento cuando se abordó el espinoso asunto de las ideologías, pero todo marchó sobre ruedas y la conversación sólo hizo que estimular los apetitos. El de Revel era pantagruélico, como se demostró a continuación, a la hora de los postres, justo en el instante en que se anunció el soufflé, una bomba elaborada con sobaos pasiegos emborrachados en ron y Grand Marnier, mantecado y clara dorada en el horno. Entonces, Revel, que no había perdido la ocasión de mojar el pan en el rioja, exclamó: «Nada de mariconadas, tomaremos unas huevos con patatas fritas y morcillas de Burgos».

Revel fue siempre un gran defensor de la cocina regional y de los entremeses en la época en que éstos, como ocurrió con los grandes potajes, empezaron a echarse de menos en Francia. Lamentó amargamente que hubiesen desaparecido de los banquetes o sustituidos por insípidos canapés debido a «un deplorable nihilismo» atribuible a la comodidad de los cocineros. Según él, y en sus propias palabras, la cocina francesa le había «retorcido el cuello a los entremeses». Recordaba con frecuencia los estupendos antipasti italianos, los meze griegos y turcos, los zakouski rusos o la tapa española, para arremeter contra quienes los habían excluido de la mesa por parecerles poco refinados. Las vueltas que da la vida han acabado por concederle la razón y hoy, cuatro años después de su muerte, el entremés se ha impuesto; las buenas tapas están más que nunca de moda.

El magnate de la prensa británica Alfred Charles William Harmswort, Lord Northcliffe, se hizo famoso por algunas de sus citas cínicas sobre el oficio. La más famosa es aquella que dice que el periodismo es una profesión cuyo asunto consiste en explicar a otros lo que personalmente no comprende. Su éxito como editor prueba que tenía suficientemente claro lo que vendía y lo que no, estuviese mejor o peor explicado. Lord Northcliffe solía decirles a sus periodistas que los asuntos que garantizaban un interés perdurable en los lectores eran cuatro: la delincuencia, el amor, el dinero y la comida. Y añadía con magnífica precisión que el último era absolutamente universal, ya que «la delincuencia despierta un interés minoritario, incluso en las sociedades más conflictivas; es posible imaginar una economía sin dinero e imaginar reproducción sin amor, pero no puede haber vida sin comida». Tenía razón Northcliffe: la vida sin comida es imposible, cualquiera que sea la comida y las circunstancias. Por eso es el asunto más universal; el más importante de todos.

Hay libros sobre la sensibilidad culinaria que son auténticos tratados históricos. Uno de ellos, Un festín de palabras, se debe precisamente de Revel, filósofo, periodista, ateo y liberal, quizás uno de los cuatro o cinco liberales de Francia, un país que no se distingue por contar con ellos ni en la derecha ni en la izquierda. Un festín de palabras es un paseo literario por dos mil quinientos años de historia gastronómica. En España, lo editó Tusquets pero desconozco si aún lo mantiene en catálogo dentro de la colección «Los cinco sentidos». Quien no lo haya leído y esté interesado en este tipo de asuntos no debería dejar de hacerlo en el supuesto que se le presentase la oportunidad.

La erudición de Revel, un sabio «gourmand», amante de la verdad en la cocina y en otros órdenes de la vida, nos lleva desde Guillaume Tirel, alias Taillevent, inventor de las «dodines» (salsas a bases de leche, yemas de huevo, azúcar, sal y perejil) a las que se incorpora canela, vino, tocino y nuez moscada, según las distintas variantes, a Antonin Carême, el padre de la «haute cuisine».

Para Revel la célula gastronómica es la región y de ninguna manera la nación. Hay cocinas regionales, no nacionales. «Una pachouse mâconnaise (guiso ribereño borgoñón hecho con pescados de agua dulce) es tan difícil de realizar, por no decir imposible, en Marsella como en Sicilia. El cacciuco a la livornesa (sopa de pescado típica de Livorno) no tiene el mismo perfume cuando se realiza a cien kilómetros del mar, en Florencia, región de cocina de secano y campesina, como cuando se realiza a orilla de la Versilia, en Livorno o en Viareggio. Tanta diferencia hay entre la cocina piamontesa y la cocina calabresa, como entre ésta y la cocina flamenca. Ciertos platos regionales pueden viajar, otros son refractarios a todo tipo de desplazamientos. Hay que ir a ellos, no se les puede traer», escribió el periodista francés.

También recuerda Jean-François Revel la historia de Vatel, aquel cocinero que se suicidó porque las provisiones que había encargado para un banquete no llegaron a tiempo, según contó en un relato Madame de Sevigné. Había pedido pescado fresco y no pudo disponer de él. El talento de Vatel quedó desprovisto, mermado y no se pudo sobreponer a aquella derrota. Revel mantuvo el suyo despierto hasta el final; sólo su muerte, en abril hizo cuatro años, nos privó de seguir disfrutando de sus juicios certeros y de su luminosa inteligencia. Queda, sin embargo, el festín de palabras que encierran sus libros y otras publicaciones.