Mientras que en el orbe católico corre el tiempo del saco y de la ceniza, en el diocesano se perciben algunas inquietudes porque el arzobispo Jesús Sanz Montes no corre tanto por los caminos asturianos como algunos desearían. Pero vayamos antes a lo universal y a la compunción, que no sólo es la propia de la Cuaresma, sino la derivada de que el Papa Benedicto XVI se ha reunido en el Vaticano con los obispos de Irlanda meses después de que los informes «Ryan» y «Murphy» indagasen en centenares de abusos sexuales continuados cometidos durante 70 años en instituciones sociales irlandesas, entre las que se contaban numerosas de la Iglesia católica.

La Santa Sede ha anunciado un documento que se dirigirá a los irlandeses durante la Cuaresma y en el que la Iglesia pedirá perdón. Hacia dentro, el Papa no quiere componendas: cuatro de los veintiocho obispos irlandeses ya han presentado su dimisión y no se descartan algunas más. La impunidad durante décadas de sacerdotes pederastas, cuyos mitrados miraban hacia otra parte (al igual que las autoridades civiles, dicen los citados informes), embalsó un problema profundísimo que ahora se convierte en calvario para la Iglesia. Tanto dicha impunidad canónica y civil como la terrible fuerza de un poder espiritual -el de toda persona consagrada- que se dirige a satisfacer los propios apetitos se hallan en la base de este desastre.

Casi en las mismas fechas en que el problema irlandés comenzaba a ser examinado en profundidad por el Vaticano, los jesuitas alemanes desvelaron que numerosos casos de depredación sexual se habían producido décadas atrás en el Colegio Canisius de Berlín. El asunto parecía salpicar a España porque los dos jesuitas involucrados habían pasado por aquí cuando más activos se hallaban en sus cacerías. Sin embargo, en ningún centro de la Compañía de Jesús de España se dio caso alguno, pues los dos individuos alemanes no trabajaron en colegios españoles.

Por una razón u otra -ya hemos dicho que tal vez por ser éste un país más de envidias que de otros pecados capitales, como la lujuria- en España tan sólo se han registrado unos pocos casos aislados de abusos a manos de sacerdotes católicos. Incluso, cabe recordar que fueron dos jesuitas, los padres Baeza y Aguirre, los que primero detectaron, hace ya más de sesenta años, en la Universidad de Comillas (Cantabria), que algo extraño sucedía con un joven sacerdote acompañado de treinta o cuarenta niños seminaristas de una congregación que acababa de fundar en México. Aquel sacerdote era Marcial Maciel Degollado, cuya triple vida y tremenda y desgraciada gloria posterior están siendo sobradamente conocidas.

En cuanto a los asuntos diocesanos, a algunos les extraña que Sanz Montes no haya visitado ya solemnemente lugares tan capitales como Gijón, Avilés, Mieres, Langreo, etcétera. Tal vez en ello influye que el estilo del mitrado anterior, Carlos Osoro, respondía más bien a los versos de Fray Luis de León: «Acude, corre, vuela, traspasa la alta sierra, ocupa el llano; no perdones la espuela, no des paz a la mano...». Pero Sanz Montes va con calma: «No sabiendo los oficios, los haremos con respeto» (León Felipe).