La mayoría de los festivales de cine tienen los días contados. Sobrevivirán los que tengan unas señas de identidad potentes y significativas. Un marchamo que los distinga en el mundillo festivalero, demasiado cargado de alfombras rojas y programaciones cojas. Al servicio de la jabonosa pompa política y de la casposa circunstancia del glamour alquilado. España podía presumir de tener dos certámenes de pata negra. Identificables y exportables. Sitges y sus escalofríos y Gijón y sus declaraciones de independencia. La tribu indie y menos indie llenó las salas durante años para ver un cine masacrado en las pantallas convencionales. Transgresor y de calidad en algunos casos, transgresor y mediocre en otros. Discutible casi siempre, pero casi siempre interesante. El contenido, ante todo. Por aquí pasaron nombres que eran promesas y hoy son historia del cine, y, de vez en cuando, tuvimos el placer de escuchar a maestros como Paul Schrader, Jack Cardiff, Karel Reisz o Richard Fleischer.

Este festival de cine merecía seguir siendo lo que logró ser. Se lo ganó a pulso. Con Cienfuegos o sin Cienfuegos. Unos lo defenderán a capa y espada y otros lo pondrán a parir con o sin fundamentos. Son las reglas del fuego, amigo. Suya fue la apuesta y suyo es el mérito de haber construido a lo largo de lustros un certamen con una imagen bien definida y reconocida internacionalmente, y que sus detractores intentaban ridiculizar con la falaz etiqueta de «gafapasta». Y eso, con el ridículo presupuesto de que disponía, no es sencillo. Comparen los logros del acaudalado Festival de Málaga, convertido en un pasacalles de famosetes, o de otros eventos también arropados impúdicamente por dinerales públicos, con la resonancia que el certamen gijonés (asturiano por extensión) tenía más allá de Pajares. Con sus defectos y sus excesos puntuales a la hora de ser «distintos». Pero ese festival, por lo que sabemos en este rudo desenlace, ya no existe. Cortando la cabeza a quien se había asegurado la continuidad hace meses, como hacen los presidentes malos que aseguran que no cesarán a su entrenador cuando ya han firmado la carta de despido, no sólo se decapita al director, sino que, a tenor de las declaraciones de intenciones de los nuevos responsables, existe la amenaza de que la filosofía del evento se desfigure. No sería justo prejuzgar al nuevo director antes de ocupar su despacho ni dudar de sus buenos propósitos, pero las formas y los trasfondos de quienes le han dado el bastón de mando sí dejan mucho que desear. Sólo queda desear buena suerte a Carballo, esperar a que detalle sus planes para saber lo que quiere hacer y deshacer, y confiar en que el certamen sobreviva, quién sabe si desposeído de su protectora seña de identidad, a la criba que acecha al mapa festivalero.