En 1781, Jovellanos albergaba fundadas esperanzas de que el reformismo gradualista de Carlos III, bien pilotado por su paisano Campomanes, acabaría por alcanzar sus objetivos: hacer converger la economía española con la de las «naciones industriosas» europeas. Para lograrlo era preciso sentar las bases de un nuevo modelo de crecimiento apoyado en la liberalización de los factores productivos: «Más mercado y más Estado», que diría Vicent Llombart, parecía la única opción disponible ante las resistencias al cambio.

Aquel mismo año Jovellanos definía así la felicidad pública (prosperidad): «No tomo esta palabra en un sentido moral. Entiendo por felicidad aquel estado de abundancia y comodidades que debe procurar todo buen gobierno a sus individuos». Para alcanzarla, era indispensable el patriotismo, entendido no como «aquel común y natural sentimiento por el cual el hombre prefiere su patria a la ajena», sino como una virtud ciudadana «que obliga a sacrificar no pocas veces el propio interés al interés común».

El optimismo ilustrado se irá difuminando tras el fallecimiento del monarca (1788) y los sucesos de 1789. El estado de opinión creado en las esferas del poder a raíz de la Revolución Francesa lo expresaba con meridiana claridad Floridablanca ante el Consejo de Estado: «El Estado de la Francia es el de haber reducido al rey a un simple ciudadano, dependiente y subordinado a sus propios vasallos que con el nombre de nación demandan lo que ha de hacer (?). Aquellos principios se reducen a que todos los hombres son iguales».

Era el preludio a una ofensiva contrarreformista que acabará por impactar en el ánimo de Jovellanos. A las dificultades políticas finiseculares se venían a añadir las económicas, y la pauperización de las clases populares amenazaba la estabilidad social y política. La reacción de Jovellanos no se demorará. Ya en 1795 escribía: «Se habla mucho de la felicidad pública y poco de la de los particulares; se pone al pueblo, la clase más necesaria y digna, en una condición miserable; se establece la opulencia de los ricos en la miseria de los pobres».

Para entonces, la publicación del «Informe de ley agraria» (1795) ya le había merecido la apertura de un expediente por la Inquisición, que tildaba sus tesis como «injuriosas» para la sociedad, «inductivas a la anarquía» y proclives a «despertar ideas de igualdad en la posesión de los bienes». Desde su «destierro» gijonés, Jovellanos tendrá más tiempo para meditar en los destinos de España. Será su etapa intelectual más fecunda.

La influencia de Godoy lo librará temporalmente de las garras de la reacción. En 1796 -un año antes de que el valido lo hiciese ministro de Gracia y Justicia- le encomendaba personalmente reflexionar sobre las fuentes de la prosperidad pública con vistas a retomar la agenda reformista. Jovellanos se pondrá inmediatamente manos a la obra. Aquel mismo año elaboraba un borrador -«Introducción a un discurso sobre la economía civil»- de gran calado doctrinal. Tras analizar, en la línea de Adam Smith, las fuentes de riqueza, sostenía que el núcleo del crecimiento económico se hallaba no tanto en el trabajo cuanto en «el arte de aplicar el trabajo», en la productividad, en lo que hoy llamaríamos I + D. Dado que aquel «arte» dependía directamente del estudio e investigación, concluía que «la principal fuente de la prosperidad pública se debe buscar en la instrucción». Como en su día señalase don Enrique Fuentes Quintana, Jovellanos anticipaba las modernas teorías del capital humano.

Pero sus reflexiones no se quedaron ahí. Influido sin duda por el degradante ambiente político del momento, añadía que antes de desarrollar aquel principio -el «arte de aplicar el trabajo»-, era preciso observar dos nuevas variables con «influencia muy conocida» en la buena gobernanza y prosperidad de los pueblos: la moral y la política. Pero ¿cuál habría de ser la precedencia entre política y moral? Jovellanos respondía indirectamente: ¿«De qué servirían las leyes sin ideas morales...»? Dando un paso más, inquiere sobre la moral: hay, decía, una «secta demasiado numerosa» que trata de construir sobre el interés todos los cimientos de la moral, que defiende que «no hay justicia ni equidad que no derive del interés». Sin embargo, añade, diferenciar lo justo de lo injusto, la virtud del vicio, o «desterrar la corrupción», con independencia de que existan sentimientos morales muy diversos, sólo depende de la instrucción. Es decir, únicamente una sociedad educada posee capacidad para dotarse de instituciones políticas capaces, a su vez, de sostener instituciones económicas estables y susceptibles que dotar de seguridad a los agentes para alcanzar la prosperidad pública.

Y aquí, de nuevo, se hace preciso evocar el talento anticipador de Jovellanos. En 1993, Douglas C. North, recibía el Nobel de Economía por la relevancia de sus aportaciones al estudio de las relaciones entre orden institucional y crecimiento económico. En el discurso pronunciado con tal ocasión señalaba textualmente: «Las instituciones constituyen la estructura de incentivos de una sociedad y, en consecuencia, las instituciones políticas y económicas son los determinantes subyacentes de los resultados económicos». En un trabajo posterior, North, como Jovellanos, concluía que la calidad institucional remitía a la educación de los ciudadanos, pues, al final, son quienes las eligen y controlan. Hoy, en un best-seller de las listas de «The Wall Street Journal» y «The New York Times» -«Por qué fracasan los países» (2012)-, de gran actualidad y recomendable lectura, D. Acemoglu y J. A. Robinson alcanzan similares conclusiones.

Pero volvamos a Jovellanos. En su reclusión de Bellver, en 1802, redactaba «Memoria sobre la educación pública», con la que culminaba el laberinto analítico iniciado en 1796. Siendo cierto que corresponde a los gobiernos dictar buenas leyes con vistas a mejorar la educación y, por esa vía, alcanzar la felicidad pública, Jovellanos volvía a insistir: pero «¿estará cifrada la prosperidad material únicamente en la riqueza?», «¿no tendrán las calidades morales de una sociedad influjo en la felicidad de los individuos y en la fuerza de los estados»?: pudiera pensarse que no en medio del afán con que se busca la riqueza y la indiferencia con que se mira la virtud». Y el laberinto se irá cerrando: sin moralidad, «toda riqueza es escasa, todo poder es débil: donde las leyes autorizan la desigualdad de las fortunas; cuando la mala distribución de las riquezas pone la opulencia en pocos y la indigencia en el mayor número», entonces no hay crecimiento sostenible, y por ese camino la sociedad entrará en quiebra y las instituciones perderán toda legitimación.

Al Jovellanos reo del despotismo no ilustrado, al Jovellanos que se enfrenta al otoño de las luces, le quedaba la integridad moral como antídoto a la desesperanza y como atalaya desde la que reflexionar sobre una España que se ahogaba en ruindad. Es el Jovellanos ministro de Gracia y Justicia cuyo abatimiento retratara Goya en 1798, metáfora y anticipo de la incapacidad de doblegar en solitario los embates de una corrupción que salpicaba a la misma Corona.

Serán esa fortaleza cívica y ese compromiso moral de Jovellanos la explicación última al hecho de que durante los dos siglos transcurridos desde su fallecimiento (1811), liberales y conservadores, demócratas y republicanos, neocatólicos y tradicionalistas... usen y abusen de su obra buscando en ella fuentes de legitimación que les cuesta encontrar en sus propios idearios o programas. Pero Jovino -y volvemos de nuevo a las sabias palabras del maestro Llombart-, doscientos años después, sigue resistiendo a sus lectores y lecturas.