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Crítica. Temporada de ópera

La abstracción del mal

El gran protagonista de la velada, y quien recibió las mayores obaciones, fue el Coro de la Ópera

Escena final de "Nabucco", cuando el rey de los babilonios libera a su hija y al pueblo hebreo. ALFONSO SUÁREZ

"Nabucco" de Giuseppe Verdi es una ópera que permite amplia variedad de enfoques. No deja de ser una gran metáfora, la reflexión de un joven compositor -en un momento vital muy concreto y con un contexto también de fuerte convulsión social- que buscó los recovecos del estrambótico libreto de Temistocle Solera para expresar ideas que hoy nos siguen conmoviendo, porque en los grandes asuntos que vertebran el mal, por desgracia, poco han cambiado: la merma de la libertad, el poder absoluto, enloquecido y corrupto que invade al otro, que nada respeta y decide sobre la vida y la muerte de los demás, sobre todo de los más débiles, la ausencia de cualquier sentido ético en las responsabilidades de gobierno, por poner unos ejemplos. Lo anteriormente expuesto vale para Babilonia, para la Italia del Risorgimento y para nuestros días. Ese horror que siempre acecha no se elimina y convive con el ser humano bajo múltiples máscaras y alienaciones colectivas.

Es, a la vez, "Nabucco" un título de frontera en el catálogo verdiano, en el que se enuncian ya logros musicales y dramatúrgicos que se avanzarán más adelante. Aún se ven algunas costuras en su factura, pero ya hay en ella rasgos de genialidad, de feroz audacia creativa. La fecunda vena melódica de Verdi, su capacidad para mostrar el drama de forma sucinta y la facilidad para llegar al oyente con inmediatez total la convierten, gracias a alguno de sus pasajes, en un título popular que, curiosamente, no es muy representado. La razón no es otra que su tremenda dificultad vocal en los roles principales. Más de dos décadas ya nos separan del anterior "Nabucco" ovetense (tempus fugit) y entonces la obra también fue muy relevante para la historia musical de la ciudad. Se abrió al público el ensayo general y se generó una cola que llegaba desde el Campoamor a la iglesia de San Juan. Fue una auténtica explosión popular, uno de los puntos de inflexión que metieron al ciclo ovetense en un carril sin vuelta de ampliación, de servicio ciudadano y de apertura de miras. Aún recuerdo las caras de felicidad del presidente de entonces, Luis A. Bartolomé (al que tanto debe la Ópera de Oviedo) y del inolvidable Guillermo Badenes. Verdi, una vez más, fue un talismán para el Campoamor y recordé aquellos hechos al ver las colas el pasado sábado en la Noche Blanca para asistir al ensayo de las representaciones que ayer dieron comienzo.

En esta ocasión la entidad lírica carbayona lidera una coproducción en la que también participan los teatros de St. Gallen, Baluarte de Pamplona, Principal de Palma y Jovellanos de Gijón. Magnífica política ésta para ahorrar costes y rentabilizar la inversión. El montaje lo firma Emilio Sagi con algunos de sus colaboradores habituales. Creo que al director de escena ovetense y a su escenógrafo Luis Antonio Suárez la fundación lírica debería regalarles un piso en la calle Uría por su capacidad para reciclar y aprovechar anteriores trabajos, abaratando el proceso de manera notable. Además, el potencial internacional de Sagi hace que todas sus producciones estén de forma continua rotando por teatros de Europa y América, rentando alquileres. Ningún otro artista ha dado tanto como Sagi a su ciudad y su teatro, siempre con la mayor generosidad.

El primero de los muchos aciertos de su aproximación a la obra, es el de huir de las más que vistas versiones "a lo nazi" o del peplum a lo cabalgata de reyes que tanto gusta a algunos. Busca la abstracción para centrar el drama en su punto justo, el de la denuncia. Trabaja cada pasaje dramático con gran limpieza conceptual, emplea al coro en bloque, reforzando su presencia como personaje esencial de la trama. Cada personaje está construido de tal forma que permite individualizarlos en el gesto y la expresión sin forzar, con sutiles detalles. Un omnipresente telón que a la vez es cárcel, detalles babilónicos muy sucintos y unas enormes paredes plateadas (que ya fueron empleadas en "Salomé" y en "Ifigenia en Táuride") enmarcan la acción y permiten que discurra con gran eficacia narrativa. Sagi lee la obra desde su maestría escénica y es una lectura rica, sustanciosa y relevante. Cada elemento encaja en el puzzle del conjunto a la perfección y hay en su discurso ambición dramática, veta lírica y profundidad en el discurso. Magnífica su aportación y muy bien arropada en esa exquisita escenografía de Luis Antonio Suárez, en el vestuario original y esplendoroso de Pepa Ojanguren y en una iluminación de Eduardo Bravo impecable, como en él es costumbre.

Musicalmente se mantuvo orden y concierto -no es poco en un título tendente al desafuero- con una versión trepidante de Gianluca Marcianò. Parecía que el maestro italiano tuviese prisa por ir a cenar porque ya desde la obertura apostó por unos tempi ligeros y una intensidad continua que fue muy efectiva la mayoría de las veces pero que no siempre estuvo acertada y que incluso restó emoción en algunos momentos de la velada. Faltó sosiego y sobró ímpetu, aunque eso sí, tuvo a favor a una Oviedo Filarmonía entregada y precisa a lo largo de los cuatro actos. El gran protagonista de la velada, y quien recibió las mayores ovaciones, fue el Coro de la Ópera de Oviedo. Sensacionales los resultados de principio a fin, más allá del popularísimo "Va, pensiero". Cantaron con entrega y casi diría que con furor. Ha sido la suya una prestación que quedará en el recuerdo de todos. La emoción llegó gracias a ellos. El trabajo realizado en estos años por Patxi Aizpiri y su equipo está ahora proporcionando un rédito artístico excepcional y es uno de los pilares esenciales de la Ópera de Oviedo. Me extrañó, eso sí, que no saliese a saludar al final de la noche. Imagino que alguna indisposición lo impediría.

Dos fueron los grandes protagonistas vocales y con enfoque del canto casi opuesto, pero en ambos casos igual de eficaz. Vladimir Stoyanov debutaba por fin en el Campoamor y lo hizo a lo grande, cantando una Nabucco de fuerte personalidad y vocalidad refinada, exhibiendo, sobre todo en los actos tercero y cuarto, un hermoso legato verdiano, un acercamiento al rol doliente y expresivo a la altura de quien es uno de los bajos más demandados de la actualidad. De volumen vocal tremendo y timbre acerado, la soprano Ekaterina Metlova se lanzó a interpretar una Abigaille sin red. Valiente en el agudo -y en el grave- no se arredró en ningún momento y consiguió una intervención vibrante, con ese peso monolítico y sin fisuras con el que Verdi concibió el personaje. Metlova dejó claro desde el primer momento que la contundencia era la baza a jugar. Todo un lujo para un rol que roza lo imposible y que ella hizo suyo de principio a fin. El tenor Sergio Escobar interpretó un buen Ismaele, dejando ver una hermosa línea de canto. El bajo Mikhail Ryssov fue un tanto irregular con un inicio tibio y un tanto destemplado, si bien fue asentando el rol y, al final, el balance de conjunto, positivo. Correcta, sin más, la Fenena de Alessandra Volpe y adecuados a sus respectivos roles Miguel Ángel Zapater, Jorge Rodríguez-Norton y Sara Rossini.

Aún quedan tres funciones de este reparto y otra más con un elenco distinto. Es una oportunidad única para acercar nuevo público a la ópera porque, y cito una reflexión de la escritora Ángeles Caso en un artículo publicado en el libro editado por la Ópera, "el joven Verdi había logrado algo que sólo los genios alcanzan: dar voz, la más hermosas de las voces, a las aspiraciones de un pueblo, de un tiempo". Casi nada. ¡Viva Verdi!

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