En agosto de 1975 llegué a este periódico -en el que me había iniciado periodísticamente incluso antes de terminar el Bachillerato en el Colegio Auseva de los Hermanos Maristas- como director. La empresa era entonces la cadena de Prensa y Radio del Movimiento. Unos cuarenta diarios componían la red, sin duda la más grande del país. LA NUEVA ESPAÑA era uno de los más importantes, tanto por su difusión como por sus beneficios. Cuando tomé posesión ya soplaba una importante brisa que anunciaba el vendaval que después sobrevendría con la muerte del entonces jefe del Estado, Francisco Franco.

Se avecinaban cambios que iban a afectar a toda la sociedad española y, cómo no, al periódico. Me abrió los ojos la única instrucción que recibí de Emilio Romero, delegado de Prensa del Movimiento. Fue que cambiase la cabecera de LA NUEVA ESPAÑA y redujese el tamaño del yugo y las flechas, símbolo de Falange, que era enorme. Había que anticiparse a lo que iba a venir. Y lo que vino fue un auténtico terremoto. En seguida, tras la muerte de Franco, el periódico pasó a depender del Ministerio de Información a través de Medios de Comunicación del Estado y ya la orden que se dio fue la de retirar todos los símbolos de la antigua empresa, tanto en cabecera como en fachadas de los edificios.

Fue un tiempo convulso y confuso. Los medios de comunicación pasaron a ser determinantes para todos los que querían participar en el nuevo país que estaba a punto de nacer. Las presiones sobre el periódico eran constantes y sin recato. Y por encima de ideologías o ambiciones personales había que cruzar aquel mar tempestuoso con los menos daños posibles. Si LA NUEVA ESPAÑA había sido un modelo de profesionalidad, debía seguir adelante y conectar con los lectores de la misma forma que lo había hecho en el pasado. Nunca, pues, tuve dudas.

La transición política se hizo con sus grandezas y sus miserias. El periódico, pese a los fuertes vínculos que lo unían al régimen que agonizaba, sobrevivió, incluso más fuerte. En aquel histórico cambio desaparecieron decenas de cabeceras y publicaciones. Pienso que el esfuerzo realizado por todos los que trabajamos en LA NUEVA ESPAÑA mereció la pena. Atrás quedan diferencias profesionales o políticas, que las hubo.

Cuando miro atrás y recuerdo mi etapa como director de este periódico, en lo personal, en lo más profundo de mi ser, debo confesar que no fue la muerte de Franco y toda la conmoción social y política que se produjo el acontecimiento que más me afectó. La noticia más triste que me tocó vivir fue el robo de la Cruz de los Ángeles y de la Cruz de la Victoria en agosto de 1977. Es algo que todavía hoy no logro asimilar.

Que un imbécil ladronzuelo del tres al cuarto acabase en una noche aciaga con unos símbolos que durante siglos habían sobrevivido a guerras, invasiones, bombardeos, incendios y toda otra clase de desastres naturales es algo que aún no he superado.

Hace pocos meses, con mi hija y mi nieto, visité la Cámara Santa. La sensación de dolor al ver las joyas tan estupendamente restauradas no desapareció. Algunos dirán que están igual. Para mí no es lo mismo. Recordé el triste día que, a toda plana, se publicó la noticia del expolio y el vacío que entonces sentí: habían robado parte de mi identidad, de la historia de Asturias, del alma de España.

Setenta y cinco años cumple LA NUEVA ESPAÑA, un periódico singular, excepcional, nacido en plena Guerra Civil, producto de una incautación y hecho por los combatientes para dar ánimos a la población cercada por las fuerzas republicanas. Un caso insólito en la historia del periodismo.