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Matar la inocencia

Los jueces deben condenar de forma más dura los casos de abusos sexuales a menores

Qué difícil resulta a veces comprender las decisiones de algunos de nuestros congéneres (en general) y de la Justicia (en particular); estoy pensando en dos noticias, trágicas ambas por sus resultados y por lo desiguales que resultaron en su tratamiento.

Una de ellas hablaba de la pena de prisión, un año, que se solicitaba para un hombre por el maltrato y muerte de un animal de su propiedad, hecho sin lugar a dudas execrable y que una sociedad culta no puede tolerar.

La otra noticia daba a conocer la multa impuesta a un individuo por agredir sexualmente a una menor de trece años: 2.600 euros.

Es cierto que en esta sociedad en la que nos toca vivir mueve más las conciencias la muerte de un animal que la de un niño, provoca más indignación el maltrato animal que el de un niño, o lo que es peor, la pérdida de su inocencia. Con cada instante que sufren esa situación, se degradan más las condiciones de vida de niños sometidos a abusos sexuales. Cada cierto tiempo saltan a los medios de comunicación redadas y detenciones de pederastas y pedófilos, hechos por los cuerpos y fuerzas de seguridad en un trabajo ciertamente encomiable, ¿pero están a esa misma altura nuestros jueces?, ¿nuestra Justicia? Por las resoluciones que saltan a veces a los medios de comunicación, no.

Un niño no entiende lo que está pasando cuando un adulto lo viola, y con violación me refiero a todo aquello que en mayor o menor medida tiene un contenido sexual. Destroza de igual manera su mente una violación propiamente dicha, que el sometimiento a prácticas sexuales degradantes que se eternizan en el tiempo. No entiende qué pasa, y se pregunta por qué, si es que hizo algo que no debía, no sabe a quién acudir con su secreto, está desorientado y no sabe cómo hacer para que termine. Día tras día, cuando la situación se repite, se dice que puede que sea la última vez pero no es así, y no sabe cómo romper la tela de araña en la que está atrapado. Y mientras tanto, algo se va muriendo por dentro, ya nunca volverá a mirar con inocencia; su mirada ya nunca volverá a ser la misma, será dura y ese cambio será para siempre e irreversible, nada podrá hacer por evitarlo, y cuando sea adulto, si un día decide hablar abiertamente de su infancia, se encontrará con la incomprensión de quien lo escucha, y hasta en algunas ocasiones con la indiferencia, que es infinitamente peor.

Pero sobre todo sentirá la soledad del abandono, porque no olvidemos que la mayoría de los abusos sexuales se producen en el entorno familiar (tíos, primos, padres), y de convivencia (vecinos, educadores, padres de amigos) y, en fin, en todos aquellos que hubieran tenido que llenar de alegría su infancia y que la convirtieron en un infierno. Todo el mundo está muy preocupado por que los niños se alimenten bien, que adquieran una buena formación para su futuro, que puedan encontrar su espacio en la sociedad, pero nada de esto importará si ya están muertos por dentro, si su vida se paró en un momento de su infancia, y esta quedó perdida entre la nebulosa de las lágrimas.

Miremos a nuestros niños a los ojos fijamente, no permitamos que nada los empañe, hablemos abiertamente con ellos, sin miedos, sin tapujos, sin hipocresía, para que siempre sepan a quién acudir, y obliguemos a la Justicia a ser dura, tajante, intolerante, ante quien quiera matar la inocencia de un niño.

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