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Saúl Fernández

Cien años de tristezas y relámpagos

La vida cuando se consume, arde y de esas cenizas vuelve a surgir la vida. Algo parecido a esto explicó Friedrich Nietzsche en "Así habló Zaratustra". La vida se mueve en la cuerda extendida del eterno retorno. En "Cuando deje de llover", el eterno retorno explica el camino inexorable hacia el futuro: la lluvia que cayó hace cien años sigue calando tres generaciones después. El tiempo y las costumbres son cimientos sobre los que se eleva el eterno retorno y es que el eterno retorno explica la propia identidad que está grabada en el pasado más cercano y se proyecta hasta el final de los días. "Cuando deje de llover", la obra del año, llegó antes de anoche al Centro Niemeyer y se fue con menos aplausos de los debidos, pero con la admiración rendida de los espectadores rendidos a una peripecia singular, un drama particular que es universal, un eco de horas transcurridas y aún por venir. "Cuando deje de llover" es un espectáculo como pocos que despidió el viernes noche el ciclo de Otoño compartido entre el Palacio Valdés y el propio Niemeyer, muesca nueva en la pistola del programador, certero blanco al que engancharse el año próximo.

"Cuando deje de llover" es un texto perfecto de un guionista de cine y dramaturgo australiano que se llama Andrew Bovell (Kalgoorlie, Australia Occidental, 1962). De él sólo conocía un guión de hace quince años: la película "Lantana", una en la que salía Anthony Lapaglia. Nada más. Es lo que tiene Australia, que está cerca del fin del mundo. "Cuando deje de llover" es una saga-río que cuenta cien años tristes de una familia más que triste. Escenas breves encabalgadas, "flashbacks", "flashforwards", una obra armada con las herramientas narrativas de cine y novela, un peripecia perfecta de palabras y pensamientos que se cocinan en una sopa de pescado, al comienzo de los sesenta, y en un pescado al horno de mediados de este siglo que aún no ha perecido. Una saga que arranca demonios de los espectadores que recorren el mundo, que ahogan las lágrimas en alcohol en exceso o besos en lo alto de la montaña más sagrada de las antípodas.

Y todo esto con un director (Fuentes Reta, el mismo de "El proyecto Laramie"), en estado de gracia. Un director como un coreógrafo para hacer comprensible un relato de un siglo de tristeza subrayada por iluminaciones en las llamas (Jesús Almendro) y una banda sonora heredera de Wim Mertens (Iñaki Rubio). Sensacional.

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