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Abogado

Semana inmaterial

Intensas jornadas de celebraciones que fija en el calendario la Luna

El domingo siguiente a la primera luna llena de primavera es el domingo de Resurrección, que en Avilés es la fiesta de El Bollo. Contando hacia atrás, los días precedentes a esa festividad constituyen la Semana Santa. De modo que el domingo inmediatamente anterior es el de Ramos, en que concluye la Cuaresma. Retroceda en el tiempo cuarenta días y se encontrará con el miércoles de ceniza, que es el día posterior al martes de Carnaval.

Es el primer plenilunio de primavera el que fija todas estas celebraciones, cuando los días comienzan a ser más largos que las noches. Esa forma pasajera de mostrarse nuestro satélite nos obliga a mirar al futuro de forma anticipada. La cosa no es sencilla porque la Luna se nos antoja caprichosa, que marcha a su aire a un ritmo distinto que la Tierra lo hace alrededor del Sol. Afortunadamente, los sabedores astrónomos conocen desde hace siglos con bastante precisión las andanzas de la Luna y, gracias a ellos, no nos fallan las cuentas. Siempre sabremos en qué día de la primavera se nos mostrará la Luna con su polisón de nardos, como entró por la fragua del gitanillo en el romance de García Lorca.

¡Resucitó! Con esta expresión se saludan los griegos en este domingo. ¡Verdaderamente resucitó! Así responden al saludo, en el bien entendido de que lo hacen en su idioma, que escriben con esas letras que sirven para simbolizar números extraños, como pi, que no hay manera de que haya quien calcule el número de decimales que tiene. Es que estas conmemoraciones tienen un origen religioso y cristiano. En ellas se recrea anualmente el relato evangélico de la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo, personificando el ciclo mismo de la naturaleza.

Ya hemos pasado los días de pasión. En ellos, las calles y las plazas se convirtieron en un enorme escenario en el que se representó la penitencia, la angustia, la soledad y la muerte con una exuberante pedagogía, llena de nazarenos incógnitos desfilando en oscuras hileras que atraviesan la noche silenciosa, iluminada con hachones, candiles y velas al cuadril, transportando tronos profusamente grabados y minuciosamente labrados y repujados, sobre los que se alzan tallas de imágenes de santos, vírgenes y cristos, con expresiones realistas y vestiduras anacrónicas de terciopelo con primorosos y retorcidos bordados de plata y oro, que transitan parsimoniosos al aire inestable del sonido frío y metálico de trompetas y al ritmo monocorde y obstinado de tambores atronadores y profundos. Es el barroco viviente, que retorna efímero, didáctico y seductor para mostrarnos el valor de lo transitorio.

Ha vuelto la satisfacción por el provecho de los dones de la vida. Las calles y las plazas vuelven a ser un grandioso escenario, pero ahora es otra la obra que se representa en ellas. Son jóvenes en su lozanía quienes transitan por ellas bajo la luz del día a cara descubierta y con vistosos vestuarios desempolvados del arcón del desván de la casería, en añoranza de las raíces de la aldea. Discurren carrozas, pero van con decorados amables de cartón piedra y espumillón, poblados de alegres ocupantes que lanzan caramelos, serpentinas y flores. Se acompaña con marchas festivas y el agudo soplido del roncón de las gaitas redobladas por el tambor. Concluye todo con un multitudinario festín en la prolongación particular del canto a la vida resucitada que la villa se permite. El símbolo de la fiesta es el bollo mantecado en forma de trébol de cuatro hojas, que siempre ha representado la buena suerte.

No hay construcciones permanentes en esta semana que marca la primera luna de la primavera. Todo es efímero e inmaterial, pero vivido intensamente.

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