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Saúl Fernández

Crítica / Teatro

Saúl Fernández

El doctor Fausto es el demonio

El doctor Fausto es un triste y quiere dejar de serlo. Habla con Satán y le vende su alma. El éxito que tenía vedado finalmente le alcanza. Pero un hombre sin espíritu no es un hombre. Y esa debilidad la aprovecha el demonio, que hiere al doctor, que lo deshuesa, que lo arrastra y lo humilla. Una leyenda y, como todas, un argumento para explicar los caracteres que definen a los seres humanos. Echaron mano de ella Christopher Marlowe, Thomas Mann y hasta Rafael Chirbes. Porque esa leyenda, a fin de cuentas, es la que cimenta una de sus grandes novelas: "En la orilla". Adolfo Fernández y Ángel Solo lo que han hecho es coger el material narrado por el novelista levantino y transformarlo en drama, un drama de encoger el alma, antes siquiera de poder venderla al demonio.

El doctor Fausto de Chirbes es Esteban (César Sarachu) un carpintero de pueblo, solitario, abandonado, un hombre que se lanza de cabeza desde la orilla a lo más profundo de un marjal para descubrir que sin alma, uno es el demonio. En "En la orilla", la obra que llegó antes de anoche al Centro Niemeyer, se convoca a Mefistófeles, que, sin embargo, no llega del infierno. El mal está al lado, en la casa de en frente. Para Chirbes, como para Hobbes, el hombre es un lobo para el hombre y sobre esta tesis Adolfo Fernández y Ángel Solo edifican un texto dramático naturalista que conmueve a la vez que inquieta.

No hay futuro porque el futuro es mercancía a la venta. Sarachu da vida al solitario carpintero, al hombre entregado al padre que fue un héroe, él, que es todo herrumbre. La creación del actor pilla desprevenido al espectador: cuenta la historia y el público le sigue en cada paso. Presenta a un par de idiotas con los que se va de caza, a una asistenta sudamericana que le palea a cambio de una sonrisa... y, de repente, todo se da la vuelta. Sarachu pasa la línea y se transforma en un hombre que prefiere vender su alma al demonio que procurar la lucha por una felicidad a la que renunció hace la tira. Y el espectador conmovido se transforma en espectador malvado. La corrupción que ahoga Sarachu como una gota de un martirio chino, martiriza al espectador que quería descubrir que la corrupción no es cosa del poder, que está al alcance de mano.

El reparto al completo de melodrama que termina en tragedia es capaz de congelar las tripas. Los siete, perfectos. Sobresaliente, Sarachu; inconmovible, Fernández, que es Satán. El infierno somos nosotros: está en el amor inexistente, en la carpintería que pierde dinero, en una noche de alcohol y drogas. Fernández y Solo trasladan la novela a la escena con genio y Fernández, solo, dirige un elenco que se mueve sobre una ingeniosa escenografía (de Emilio Valenzuela) que unas veces es una carpintería y otras una casa con papel pintado. Y siempre el marjal, que es donde se reflejan los cuerpos cuando no tienen alma.

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