El otro día, de camino al instituto, vi cómo un chaval tiraba al suelo un tetrabrik de zumo y seguía su camino, y me indigné.
Más tarde, sin embargo, me encontré a mí mismo al borde de decir "esta juventud...", me saltó inmediatamente la alarma anticarca y repensé mi indignación. Vi entonces que no era para tanto, porque, en primer lugar, así como una golondrina no hace verano, un tetrabrik no desacredita a una generación entera.
De la misma manera, el hecho de que un vecino del patio de luces de mi edificio siembre de colillas toda el área que está frente a una de las ventanas de mi casa no significa que todos los vecinos seamos unos guarros redomados.
Me atrevo a decir, incluso, que el número de gochos se está reduciendo, y está aumentando el de la gente respetuosa con el medio. Sea como fuere, me parece que caminamos hacia una especie de polaridad. Creo -y es sólo una conjetura- que cada vez va a haber menos gente situada en el término medio. Que cada vez va a haber más gente concienciada con el respeto al entorno y que también sobrevivirán aquéllos a los que les importa todo un carajo, que incluso agrederán el paisaje. Pero en el medio, indiferentes del todo, ni agresores ni respetuosos, creo que no va a quedar demasiada gente.
Después está otra cuestión importante. En este episodio -que, en realidad, fue poca cosa, es sólo por dar un ejemplo ilustrativo- yo no hice nada. En vez de recoger el cartón y soltarle al chaval un "se te ha caído" con amable ironía o cagarme en sus muelas o decirle lo que sea, seguí mi camino sin más. Esa pasividad no me gustó. Y creo que, por desgracia, es la actitud más común.
Por eso me molestan quienes desprecian a los que levantan la voz contra injusticias, ya hablen de medio ambiente, de derechos humanos o de cualquier otro tema. Podemos estar o no de acuerdo con ellos, pero al menos esta gente no mira para otro lado. Los demás somos indignados de barra, rebeldes de sofá.