El día que tomé la foto que ilustra este texto hubo una pelea en la grada entre dos familiares de jugadores de un mismo equipo. Fue tan surrealista que sobran las palabras. Solo diré que llevo cinco años yendo a los partidos y no logro acostumbrarme al cabreo de la gente, ya sea con el árbitro, con el presidente del equipo rival o con el primo segundo del lateral izquierdo. No lo pillo.

Pero voy a hablar de otra cosa: la competición. Como todos los padres, quiero que mis hijos jueguen muy bien al fútbol, que saquen unas notas estupendas y que tengan muchas habilidades. Sería tonto si quisiera lo contrario. Y quiero que ganen. Mi hijo mayor me dio un día la lección definitiva al respecto. Tendría 6 o 7 años y yo le estaba soltando un rollo sobre la importancia del juego más allá de victorias y derrotas y me espetó: "Ganar es más guay que perder". Sólo pude decir amén.

Después de aquello le di muchas vueltas al asunto. Ganar, sí, es más guay que perder. En la competición, uno gana y otro pierde, y ganar siempre es más satisfactorio. Hasta ahí, todo bien. También hay que reconocer que uno puede disfrutar mientras juega un partido aunque al final lo pierda.

¿Cuál es el problema, entonces? Creo que la clave está en que no sabemos ganar. Tratamos de enseñarles a perder, para que hagan frente a la frustración, pero no los enseñamos a ganar bien. El 99 por ciento de las veces que un padre le dice a su hijo "Lo importante es participar" es porque el niño ha perdido. Nunca se lo decimos cuando ganan. En ese caso, les decimos, después de contar los goles que metió cada uno y, en algunos casos, hasta darles una prima por gol, que bravo por el partido, que qué bien jugaron. Qué participar ni qué narices si hemos ganado. Y los niños no son tontos. Hay un mensaje subliminal que les estamos transmitiendo: si ganas, debes alegrarte un montón por ello, sin más; si pierdes, lo importante es hacer deporte, pasarlo bien y tener un grupo de amigos. No hay un mensaje uniforme.

Después está otra cuestión en la que sé que estoy solo porque soy muy radical. Creo que habría que dejar a los niños en paz. Pero de verdad. Ni siquiera darles ánimos. No me gusta magnificar las cosas. Creo que no tienen tanta importancia como la que les damos. No me gusta esperar fuera a los niños para aplaudirles. No me gustan el "venga chicos", el "no pasa nada" y el "sí se puede", aunque respeto profundamente a aquellos a los que les gusta.

No puedo decir lo mismo de los padres entrenadores o de las protestas a los árbitros. Eso no lo respeto. Simplemente, lo tolero. Aquí respeto a las personas, no sus ideas.

Reconozco que soy un antiintervencionista extremo, quiero que los niños estén solos, que el deporte sea solo por y para ellos. Mi ideal es que los padres no estén en los partidos. O si están, que pasen desapercibidos. Unos aplausos tras los goles, algún "uy" tras las buenas jugadas y se acabó. Una utopía del tamaño del sol, no sé si me explico.