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Dando la lata

Llorares

Recordando al médico que fue mi padre

Hace dos meses que nos dejó y hoy, a la mesa del comedor de la casina de Villorquite, le estamos llorando. Pero van siendo unas lágrimas distintas, no tan dolorosas, sin bien la herida aún está lejos de haber cicatrizado. Un insustituible marido, el mejor padre, un suegro irrepetible. Pero los tres sentados a la hermosa mesa de nogal coincidimos en que se nos fue un ser humano tremendo, un médico en el sentido humanista del término, un médico sabio, un médico estudioso, un médico vocacional, un médico que por encima de todo situaba al paciente, quedando lo demás en un plano secundario, desde los horarios hasta el dinero. En definitiva, un médico. Y recordamos cuando el albañil que le cobraba por hacerle un cuarto de baño o el carpintero que también le cobraba por los armarios empotrados se sentaban a su mesa para perdirle consejo y ayuda, por los que él no cobró ni un duro jamás. Y encima siempre daba en el clavo, no por casualidad sino debido al extraordinario ojo clínico desarrollado gracias a la amplia experiencia profesional y a un infinito deseo de saber.

Se me cae una lágrima recordando sus monotemáticas escapadas a Madrid. Mientras yo iba y venía de acá para allá en la capital, él se enclaustraba en el quirófano de un gran hospital para empaparse de las últimas técnicas o se pasaba la tarde ojeando pesados volúmenes en las librerías médicas.

Y nos vienen a la cabeza decenas de anécdotas de mi padre relacionadas con la medicina. Y lloramos incluso entre risas, con las imágenes de presentes y ausentes, escenas dramáticas y profundamente cómicas, siempre presididas por el médico. Porque mi padre, además de mi padre, era médico. Es más, era tan médico que no me parecería mal que lo de padre no estuviera en el mismo rango, que no fue el caso. Pero es que jamás he conocido a un médico tan médico. Y he conocido muchos.

Los tres sentados a la mesa, con los ojos húmedos pero el gesto alegre, nos volvemos a mirarle en una de sus últimas fotos tomadas en el jardín de la casina de Villorquite, le decimos lo mucho que le queremos y sentimos que ahora su recuerdo nos impulsa. Hoy comienza a ser un llorar distinto.

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