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Velando el fuego

Cartografía del horror

La violencia machista y las reacciones que genera

La sensación general que domina estos días, con motivo de las muertes por agresiones machistas, es la de la indignación. Las explicaciones que se van dando tienen matices distintos; si bien, existe una coincidencia total de rechazo y de repulsión hacia actitudes de este tipo. "Mejor sería que se hubiese matado él" o "cómo es posible que la venganza hacia su mujer pueda llevar a cometer semejantes monstruosidades" son algunas de las frases que escuché recientemente referidas al caso del padre que segó la vida de sus hijas con una radial. Una espiral de violencia que, en lugar de amainar, continúa mostrando un fervor extraordinario, como si se hubiera contagiado de las altas temperaturas que nos rodean. De ahí las dificultades tan grandes para conseguir desmontar el sistema patriarcal, núcleo del que van surgiendo estos horrores que van dejando su cruenta marca en la sociedad.

Pero al margen de tantas crueldades -el machismo como un mecanismo de control social sobre la mujer que sirve para mantener el status quo de la dominación masculina- existe también una zona tenebrosa de la que surgen a veces monstruos capaces de ponernos los pelos en posición de absoluta rigidez. A este respecto, siempre me vuelve el recuerdo de un artículo que leí hace ya bastantes años en la revista "Ábaco", si la memoria no me falla. Se trataba de encontrar la topografía que representara de un modo gráfico a la especie humana. Ver si es posible surcar los mares más abyectos sin que aun así se resientan las costuras que dan cobijo a nuestra condición natural. Para ilustrar el comentario, se ponía un ejemplo, que, después de tantos años, relataré lo más fiel que sea posible, y que delata las cotas de infamia que se pueden llegar a alcanzar.

Un carcelero nazi había recibido en varias ocasiones a una madre que mostraba su aflicción por la suerte que pudiera haber sufrido su hijo. Durante un tiempo no había cesado en su empeño de saber si aún estaría vivo o, por el contrario, formaría parte de ese ejército de desaparecidos que alimentó una de las mayores barbaries conocidas. Un día, el citado carcelero, dispuesto a satisfacer el deseo de dicha madre, la llevó a una habitación en la que había una perola con restos de carne. Y ante la estupefacción (dejémoslo así) de la madre, ensartó un trozo en un tenedor y se lo hizo probar, advirtiéndole que lo que se iba a llevar a la boca era una parte del esqueleto del hijo que andaba buscando. La pregunta obligada en ese artículo era hasta qué punto quien había actuado así podía ser considerado como una persona. (Por cierto, mientras estaba dándole vueltas a este artículo, leo estos días una noticia en este diario que sirve para poner de manifiesto la amplia cartografía del horror: una abuela caníbal rusa mató y se comió a una docena de personas, entre ellas a su marido. Y, para más asombro, se encontró en su poder un diario en el que detalla con todo lujo cada uno de los asesinatos).

Como es lógico, son innumerables los estudios y ensayos de todo tipo que intentan buscar un fondo común que pueda explicar, aun en una parte, este tipo de anomalías. Sin embargo, y más allá de distintas aproximaciones: la maldad como vía de descarga para relacionarse con la sociedad o como síntoma de una enfermedad, entre otras, lo cierto es que la conclusión general es bastante desalentadora, pues dentro de nuestro mapa neuronal existe un agujero negro al que es imposible acceder. En estos casos, recuerdo el extraordinario grabado de Goya: "El sueño de la razón produce monstruos".

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