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Celuloide para el vicario autista

Una cabalgata fantástica por el cine y el tormento en Zeroville, hipnótica novela de Steve Erickson

Pasearse por Los Ángeles en 1969 con el pelo al cero no es la mejor manera de pasar desapercibido. Sobre todo si se llevan tatuados en el cuero cabelludo los rostros de Montgomery Clift y Elizabeth Taylor. Y menos aún si el dibujo se completa con una lágrima de sangre bajo el ojo izquierdo y el poseedor de estos grafismos no puede evitar partirle la cara a quien confunde a los protagonistas de Un lugar en el sol con, por ejemplo, el James Dean y la Natalie Wood de Rebelde sin causa. Esas son las credenciales que presenta el "cineautista" Ike Jerome, pronto conocido como Vikar, cuando llega a Hollywood. Precisamente el día en el que la familia Manson acababa con las vidas de Sharon Tate y sus amigos.

Vikar es el hilo conductor y la fuerza motriz de Zeroville (2007), octava de las nueve novelas del multilaureado estadounidense Steve Erickson (Los Ángeles, 1950), quien no debe ser confundido con el canadiense Steven Erikson, padre de sagas fantásticas como Malaz: El libro de los caídos. Del Erickson que nos ocupa sólo su tercera novela, Las vueltas del reloj negro, había sido traducida al castellano. Lo hizo Versal en 1990 y, claro, hace tiempo que el volumen está descatalogado, por lo que el nombre de su autor, un peso pesado que no tiene la culpa de haber sido calificado como vanguardista pop, resulta casi desconocido al lector en castellano. No ocurre lo mismo en Estados Unidos, donde Zeroville ha sido incluso adaptada al cine. El estreno de la cinta, dirigida por James Franco, está previsto para dentro de un año.

Mejor libro del año para Newsweek, The Washington Post y Los Angeles Times, Zeroville es un curioso artefacto sólidamente erguido sobre tres patas. La primera, como en otras novelas de Erickson, es el cine. De hecho, el texto se organiza en breves fragmentos de numeración correlativa, a modo de escenas, aunque sin las preceptivas acotaciones. Zeroville, ambientada en años en los que exhalaban su último suspiro los grandes estudios, es una biblia cinéfila tocada por el humor y la locura. Erickson utiliza todo tipo de argucias narrativas para deslizar comentarios sobre películas cuyo nombre deja a menudo a la sagacidad del lector. Además, las labores de editor que desempeña Vikar -en otras novelas Erickson se había servido de directores, guionistas o críticos- le dan pie a inyectar en los diálogos apuntes sobre fotografía y montaje. Precisamente, uno de estos apuntes, sobre las grandes diferencias expresivas entre los perfiles derecho e izquierdo de las caras, se convertirá, junto a la reflexión sobre la falacia de la continuidad temporal, en una de las líneas de impulso de la obra.

Tanto cine daría en enciclopedia si no estuviera sustentado en el poder de las otras dos patas. Una de ellas, llamémosla costumbrista, arroja una muy peculiar visión de los cambios sociales y culturales en Los Ángeles entre 1969 y los primeros compases de la década de 1980, e incluye curiosos excursos al Madrid de los últimos días de Franco o al festival de Cannes. Con todo, la principal ruptura espacial viene de una larga estancia de Vikar en Nueva York, donde asistirá al nacimiento del punk neoyorquino y de algunos de los míticos clubs del Bowery, aunque una vez más le tocará al lector descubrir los nombres. Compasivo, sin embargo, Erickson suele generar, algunas páginas más adelante, situaciones que, como sin querer, permitirán al lector comprobar si estaba en lo cierto.

La tercera pata, por fin, es la medular, y se nutre de la personalidad y los tormentos de Vikar, un tipo de 24 años cuando despega la historia, que llega en autobús desde Pensilvania tras haber estudiado teología y arquitectura, y haberse tropezado con alguna seria incomprensión en su proyecto de fin de carrera. Estamos ante un tipo tan tosco por fuera ("sé cosas de películas" o "incomodo a la gente" son sus mejores autodefiniciones) como complejo por dentro.

Si su exterior le convierte en un destello amenazante en la abigarrada noche de Los Ángeles, su deriva interior está marcada por el tormento. Un tormento anclado en un trauma infantil que le ha instalado en el convencimiento de que Dios sólo pretende la muerte de los niños, cuya inocencia no soporta. Motivo que enlaza con el más amplio, y recurrente en las novelas de Erickson, de la paternidad y la pérdida del hijo.

En el centro de este edificio obsesivo está la imagen del sacrificio de Isaac (risa en hebreo antiguo), vinculada a una recurrencia onírica que agita a Vikar muchas noches y que orienta el desarrollo de la trama cinéfila por senderos en los que la Juana de Arco de Dreyer resultará crucial. Vikar se empeñará más allá de lo razonable en penetrar el significado de la imagen que lo atormenta y esta búsqueda se intensificará hasta conducir a un desenlace psicofantástico que el lector más escéptico atribuirá sin esfuerzo a un desarreglo neuronal del protagonista. El lector menos escéptico, por el contrario, podrá dejarse ir y disfrutar con la idea de que todas las películas encierran el mismo mensaje secreto y -me limito a citar la contraportada- todas ellas sueñan a los hombres.

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