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El arte efímero de Amanda Coogan

La performance y las dificultades de interpretación de un género artístico nuevo

Amanda Coogan, durante su performance en el Niemeyer. RICARDO SOLÍS

Discípula de la gran Marina Abramovic, Amanda Coogan se encuentra a la vanguardia del arte performance internacional por la duración de sus intervenciones, con las que explora los límites de la resiliencia física, psicológica e incluso emocional. El pasado 22 de mayo la artista irlandesa ofreció una de sus performances duracionales en el Centro Niemeyerde Avilés dentro del programa "NiemeyerSpecific". Las intervenciones duracionales son acciones realizadas durante un período de tiempo extenso, que puede ir desde varias horas hasta varios días, semanas o incluso meses. Con frecuencia estas obras de arte vivo implican la repetición cíclica de movimientos, aunque también pueden centrarse en los efectos que el paso del tiempo tiene sobre un cuerpo en reposo, aparentemente inactivo.

Para su trabajo en el Niemeyer Coogan empleó seis horas, tiempo durante el cual la artista, que llevaba un larguísimo vestido de color rojo, caminó lentamente por la pasarela que une el auditorio y la cúpula del centro - un espacio que nunca antes se había usado para fines artísticos - y completó su obra dentro de la propia cúpula, donde continuó su desplazamiento a ritmo ralentizado por las escaleras y espacio superior del edificio, acompañada en todo momento por las esculturas luminosas de Carlos Coronas.

Así descrita una performance de este tipo no resulta fácil de comprender.

Una mujer, vestida de rojo, avanza lentamente por los exteriores del Niemeyer bajo un fortísimo nordeste. No, una descripción así no hace justicia a lo que sucedió durante aquella jornada. Tampoco puede explicarlo.

La performance es un género artístico relativamente nuevo sobre el que amenaza la dificultad de la interpretación. No es infrecuente que el público asistente, especialmente si se trata de un intervención larga, se haga preguntas sobre qué significa aquello que está viendo y para lo que no parece haber un sentido evidente. En este tipo de arte no siempre se discierne una realidad referencial desde la que poder construir un significado. Pero entonces ? me preguntaba una amiga: ¿qué está haciendo esta artista en la inmediatez del aquí y del ahora?

El lentísimo desplazamiento de Coogan por el Niemeyer necesariamente nos hizo reflexionar sobre en el ritmo acelerado al que nos someten las ciudades y el mundo contemporáneo. Y por esa especie de vínculo mágico que se crea en el espacio performativo entre artista y público espectador, pudimos conectar con el nuevo marco temporal creado por Coogan como si siempre hubiésemos estado en él, como si no conociésemos otra cosa; nuestro ritmo metabólico fue ralentizándose para empatizar con el suyo, y durante unas horas alcanzamos un estado de consciencia sobre nuestro propio cuerpo y sus posibilidades. Sumidos como estamos en una vida rápida y de consumo creciente, rara vez nos paramos a pensar sobre los pasos (en el sentido más físico del término) que damos, sobre los músculos que necesitamos para movernos, sobre nuestra realidad corporal. Rara vez nos tomamos el tiempo. Pero Coogan nos devolvió esa capacidad. Nos dio ese poder. Para quienes presenciamos el evento, la cúpula del Niemeyer se convirtió en algo parecido a un templo donde la artista era observada en cada uno de sus movimientos desde multitud de ángulos y con la reverencia debida a quien nos está transmitiendo un mensaje casi sagrado sobre nuestra propia existencia.

La intervención de Coogan también nos conectó con la ciudad de formas inesperadas. En una entrevista posterior, la artista me explicaba cómo había preparado este trabajo para hacerlo "Niemeyer-Specific" y para contextualizarlo en el paisaje urbano de Avilés. Así, el rojo primario de su vestido se fundía con el rojo característico del Centro Niemeyer y contrastaba poderosamente con el blanco y amarillo de los exteriores. Las cintas, también rojas, que llevaba en la mano mientras caminaba por el exterior del Centro, y que dibujaban formas de un belleza extrema bajo el fuerte viento que soplaba aquella mañana, conversaban con las calles de Avilés a un lado y con el humo de las baterías de cok al otro, hasta formar un paisaje nuevo, alternativo, de aquello que creíamos ya explorado o, al menos, conocido.

Pero la interpretación de una performance de estas características también procede, y en buena medida, del contexto existencial de quien asiste. Entramos en el espacio performativo con nuestra subjetividad, con la particularidad de nuestros pequeños y grandes desastres diarios, con la dimensión de nuestra propia felicidad. Un corazón roto, una graduación exitosa, la multa de tráfico del día antes, un nuevo amor. Proyectamos todo esto sobre la artista, que se convierte así en nuestro espejo y nos ayuda a trascender nuestra realidad inmediata para alcanzar algo parecido a la paz. Y es entonces cuando conseguimos suspender esa obsesión que tenemos por entender. Porque ya no es necesario comprender, sino sólo sentir. Y, cómo no, disfrutar del placer estético de lo que está ante nuestros ojos.

La intervención de Amanda Coogan en Avilés podría definirse como arte efímero. Pero hay algo en este tipo de acciones que sin duda permanece. Coogan nos ayudó a ver nuestro entorno y nuestro cuerpo con ojos radicalmente distintos. Desde ángulos nuevos. Nos hizo pensar sobre los territorios propios a los que casi nunca dedicamos tiempo. Nos ayudó a caminar despacio, con consciencia. Y a sentirnos agradecidos por poder hacerlo. Quizás ya nunca más podamos volver al Niemeyer sin ver aquella figura femenina que se movía entre el viento, las nubes y las chimeneas de Avilés. Como si siempre hubiese estado aquí. Como si nunca se hubiese ido.

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