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Los Hombres en el espacio de Tom McCarthy

Tom McCarthy nunca ha ocultado que las ideas de apropiación y simulacro se encuentran en el centro de su trabajo como novelista. Si en Residuos, la obra que le regaló un público, el protagonista redescubría el mundo mediante el renacimiento de sus funciones corporales tras un bizarro accidente, en su última novela, la extraordinaria Satin Island, el intento por cifrar un informe global, tesauro omnicomprensivo que explicara nuestro tiempo, se encontraba ya inscrito en la memoria virtual de las huellas dispersas en el abrumador software que nos circunda, compromete y vigila.

Hombres en el espacio, novela que McCarthy publicó en 2007 y que Pálido Fuego nos acerca en versión de José Luis Amores, incide una vez más en esta reflexión acerca del original y su copia, el espejo del espejo, la literatura como eco debilitado pero fértil de la experiencia. El motivo que podría resumir la peripecia de Hombres en el espacio remite a un valioso icono que una red de delincuentes búlgaros instalados en Praga pretende falsificar para obtener provecho económico. La coartada del duplicado de la obra sirve a McCarthy para especular sobre las relaciones entre creador y criatura, construyendo una novela que se puede leer como una quest política, policiaca e incluso amorosa, situada en un momento que habla de la imposibilidad de las fronteras estables (la novela transcurre durante la conversión de la antigua Checoslovaquia en dos países distintos) y que, al trazar un mapa humano complejo (hay muchísimas nacionalidades dando tumbos por los costados de la vieja Praga), proyecta una sombra tan eficaz como inasible a propósito del sentido del arte y, por extensión, de la propia Historia.

McCarthy, que en Tintín y el secreto de la literatura había recogido una frase de P aul de Man según la cual la ironía puede conocer la inautenticidad, pero nunca superarla, condenada como está a repetirla a un nivel de autoconciencia cada vez más refinado, ilustra con talento en Hombres en el espacio la tesis del crítico belga. Los personajes de su novela, cercados por muertes absurdas y acciones inútiles, atrapados en la recurrencia de sueños que se repiten y mensajes destilados en códigos abstrusos, conforman una compañía ante la que es difícil experimentar un sentimiento de pesadumbre. McCarthy parece apuntar aquí hacia una benévola consideración incluso de nuestros mayores pesares. Basta pensar en un personaje tan notable como el del espía que ya sólo es capaz de escuchar interferencias, el ruido blanco del mundo, pero no la señal primordial. O en un hecho tan fascinante como el que cierra la novela, cuando el icono original acaba convirtiéndose, por obra y gracia de un publicista, en un afiche para una carrera de barcos de vela en torno al planeta. Ejemplos que sirven para ratificar algo que aprendimos cuando hace años nos tropezamos por vez primera con McCarthy. La evidencia feliz y gozosa de que nos encontramos ante uno de los escritores más estimulantes de la contemporaneidad. Y también, sin duda, ante uno de los más inteligentes.

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