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De cabeza

Como niños

La necesidad de jugar de los más pequeños, tengan o no tengan un balón para hacerlo

Nada más libre y subversivo que la imaginación de un niño. De nuestra posibilidad de no romper del todo el cordón con el crío que fuimos depende en buena parte nuestro bienestar. Algo bien distinto es el infantilismo que recorre nuestro mundo como un fantasma hortera y que no es otra cosa que la niñez vaciada de su trascendencia y consagrada a la anécdota.

Nada más serio e incontestable para un niño que sus ganas y su capacidad para jugar: a lo que juegue Diegui jugará Johannesson. Y ningún juego tan elemental e igualitario como el de la pelota. Con un balón y un espacio disponible, las horas pasan creyendo que sólo existe un presente y es el que tiene lugar cuando se intenta un regate, chutas a gol o buscas a un compañero para una pared. Es tal la vocación del niño por ser niño, que es capaz de arreglarse con lo mínimo para aspirar a lo máximo, lograr un imposible: jugar un partido de fútbol, a pesar de no tener un balón. En la imprescindible película "Timbuktu" de Abderrahmae Sissako tiene lugar una de las secuencias más estremecedoras y a la vez hermosa que se haya podido ver en una pantalla de cine. No en vano, el equipo de redacción de "Días de cine" de La 2 acaba de elegirla como la mejor secuencia de 2015. "Timbuktu" es un alegato contra el integrismo religioso y una defensa de la libertad individual. La mítica ciudad de Malí, dominada por el islamismo radical, es sometida a la sharía (ley islámica integral), que ve como una ofensa a Alá cualquier modo de distracción, el fútbol entre ellas. Bajo su imperio, jugar al balón se castiga con veinte latigazos.

Nada más desafiante y escurridizo que la imaginación de un niño: en un terreno baldío de Timbuktu, un montón de críos juega el partido de su vida y por su vida. Y lo hace sin balón, eludiendo así el rigorismo y la crueldad de los guardianes de la fe.

A través de la cámara de Sissako asistimos a un partidazo, a la consecución de un gol irrepetible. Y todo sin un balón que llevarse a los pies.

Me imagino que la mayoría de los niños que acudieron al Tartiere el pasado domingo a ver el partido del Oviedo contra el Zaragoza tiene en su casa por lo menos un balón.

Con el excedente de esos "miles de balones" que se concentraron una lluviosa mañana para disfrutar del equipo de sus amores, valdría para subsanar la necesidad de jugar que otros niños tienen en numerosos y olvidados baldíos a lo ancho y largo del mundo.

Tal vez un adulto sea sólo un crío que no ha marcado su último gol ni ha dado todavía su último pase. Quién sabe si el adulto, cualquiera de nosotros, se libre por un momento de esa soterrada mezquindad que nos va inundando con los años y vuelva a ser ese enano de largos brazos que haga la parada definitiva. La que salve el resultado final. Haya o no haya balón.

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