Se ha muerto Quini. Dos décadas jugando, siete veces máximo goleador, veinticinco días secuestrado y treinta y cinco partidos con la selección.

Comenzó su carrera a finales de los sesenta. Una época en la que había, en el fútbol como en tantas otras cosas, cada vez menos sitio para la magia. Como en cualquier cadena de producción, las copas marchaban ordenadamente hacia capitales de la industria como Milán (cuatro copas entre Inter y Milan) o Glasgow. Poco después, ya en los setenta, sería Alemania la que iba a someter el mundo bajo su bota de hierro. Una Copa del Mundo y tres de Europa seguidas lo prueban. Tampoco fue mucho más esperanzador el final de la década: la junta militar de Videla conseguía dejar el trofeo mundial en casa sin caer en la cuenta de que, en ocasiones, ni todo el pan y el circo del mundo pueden adormecer a un pueblo.

Unos pocos intentaron oponer resistencia. Aquellos espigados y melenudos holandeses, por ejemplo, que bajo un sobrenombre muy apropiado a los tiempos que corrían, la Naranja Mecánica, escondían una elegancia que nada tenía que ver con engranajes y bujías. Ese equilibrio de armonía y caos del verdadero Arte, de la auténtica poesía, el mismo que dirige las bandadas de estorninos danzando sobre los cielos de Tel Aviv, al atardecer. Un Woodstock europeo que duró cuatro años y dejó cuatro Copas de Europa. Al final cayeron, como lo hizo también la sabiduría añeja y castiza de cierto equipo de Madrid, que se quedó a solo treinta segundos de traspasar la alambrada. Todos ellos cayeron, sí, incluso más de una vez, pero dejaron un pequeño resquicio a la esperanza. En las mínimas muescas que les habían hecho a aquellas moles acorazadas crecieron briznas de hierba, encontraron refugio y calor chispas de conjuros antiguos que esperaban el momento adecuado para prender. Así surgió Enrique Castro, "Quini", el "Brujo"; solo así pudo surgir el "Mágico", Jorge González, unos pocos años después. Porque lo hicieron además en el último lugar donde uno lo hubiera esperado: González, en el equipo de la Administración Nacional de Telecomunicaciones de El Salvador; Quini, en el corazón mismo de la siderurgia, jugando en el Ensidesa. La mejor forma de luchar contra el enemigo es desde dentro.

Apenas he visto a Quini, la verdad. Imágenes sueltas, un par de goles, un cromo. Porque mi fútbol empieza en el Mundial del 86, con él de vuelta en Gijón, a punto ya de retirarse. Ahora empezarán los homenajes, los documentales, la sucesión de goles y piruetas imposibles en el aire. Las veré, supongo, pero no me hace falta, casi preferiría no hacerlo. La magia no necesita verse. Igual que aquella noche de Reyes en que mi amigo Antonio se quedó a dormir en casa. Teníamos muchos más nervios que años -¿seis? ¿siete?- y no podíamos dormir. Entre susurros y vueltas en la cama, en mitad de la noche oímos una extraña música. Ni los primeros despertadores digitales ni los saraos del bar de Amparo o los gitanos del bajo se nos pasaron por la cabeza. Nadie consiguió convencernos jamás de que no habían sido los Reyes Magos.

Por eso mismo jamás podría dudar del Brujo. Aunque no tuviera pinta de futbolista, o precisamente porque no la tenía. El fútbol no iba a ser menos que la música. Bigotes, tripitas, calvas, peinados imposibles y hasta peluquines, equipaciones psicodélicas? la estética era un valor a combatir. Nada que ver con los cuerpos machacados en el gimnasio, la ropa exclusiva, los relojes y coches último modelo. Los futbolistas tenían más pinta de butanero que de modelo de ropa interior, eran más oficinistas que ejecutivos, obreros más que cantantes pop. Y Quini era uno de ellos. Un hombre de la calle. De esos que juegan al mus en vez de al poker online; de los que nunca cambiaron el bar del barrio, ni a sus parroquianos de siempre, por las discotecas de moda y que, al salir, se paraban con los chavales a chutar contra las puertas metálicas de los garajes.

En este punto tengo que confesar que he mentido, pero ha sido una mentirijilla nada más. Palabrita del Niño Jesús. Lo que pasa es que con la edad me he hecho un poco más descreído y, aunque sigo confiando a ciegas en que algún día la bolsa de patatas me dará algo más que un "siga buscando", no he podido evitarlo: me he documentado un poco sobre Quini. Pero solo un par de entrevistas, lo prometo. Lo hice con ese miedo que siempre me ha dado descubrir los trucos del mago, pero el resultado fueron solo suspiros de alivio. Quini era exactamente así. Un paisano. Sonrisa franca, gesto atento, dispuesto siempre a echar una mano. A cualquiera. Alguien que sabía que no dramatizar más de lo necesario no era igual que desentenderse de las cosas importantes. Que la responsabilidad del deportista era, sobre todas las cosas, dar ejemplo.

Una de las frases sobre él que no se me ha ido de la cabeza decía que, por mucho tiempo que pase y sea uno del equipo que sea, te gustaría tener una camiseta suya. Es difícil definir mejor la admiración y el respeto que consiguió despertar Quini. Iba a decir que era uno de esos ídolos en los que podrías pensar como en tu padre; una frase bonita, pero que dicha pensando en el mío hace que se me escape una sonrisilla. Porque eso sí, mi padre tampoco tenía ninguna pinta de futbolista, pero a las cartas solo jugaba al solitario y cuando no tenía más remedio que bajar al bar del barrio le quitaba el volumen al audífono para no hablar con nadie. Lo que no quita para que la frase siga siendo cierta, porque son personas de las que uno se sentiría siempre orgulloso. Alguien a quien agarrarse cuando el vértigo de los cambios amenaza con llevarnos por los aires. Cuando le preguntaron si estaba de acuerdo con aquello de "odio eterno al fútbol moderno", no lo dudó. Mi padre tampoco lo hubiera hecho -el odio a la modernidad le gustaba más incluso que los solitarios-. Supongo que porque los dos, cada uno a su manera, sabían que "bueno" y "nuevo" no son necesariamente lo mismo. Aunque suenen igual.