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Sobre la Navidad

Un repaso ancestral a los orígenes de este periodo festivo

Son los evangelios de Lucas y Mateo los que nos hablan sobre el nacimiento de Jesucristo y ambos lo hacen de una forma escueta. Lucas nos cuenta que, debido al censo mundial decretado por Augusto, José y María se desplazan desde Nazareth, su residencia habitual, a Belén, la ciudad del rey David, y en una cuadra tiene lugar el ilustre nacimiento. Un pesebre es la cuna de la que se dispone. Lucas también hace referencia a los pastores, los cuales, mientras velan sus rebaños en torno a una hoguera, asisten sobrecogidos a la aparición de un ángel, que les comunica la buena nueva del nacimiento celestial.

Mateo pone énfasis en el misterioso embarazo de María y cómo un ángel debe mediar ante José hasta convencerle de que no la repudie, a pesar de que no sea suyo el hijo de sus entrañas. También da cuenta de los Magos, que, venidos de Oriente guiados por una estrella, tras un largo camino, rinden honores al rey recién nacido.

El primero de estos evangelios parece ser que fue escrito por un discípulo de Pablo de Tarso llamado Lucas "el médico" y su redacción se fecha en la segunda mitad del siglo I, unos 70 u 80 años después de Cristo. La datación del evangelio de Mateo es ligeramente posterior (sobre el 90 d. C.). Ambos textos contienen el embrión de la tradición más hermosa de nuestra cultura.

Los evangelios apócrifos son los que aderezan y completan la narración de los canónicos. Así, el "evangelio árabe de la infancia" se remonta a la profecía de Zaratustra sobre el nacimiento de Jesús y relata la historia de cómo María responde a las ofrendas de los Magos con el regalo de uno de los pañales usados por su hijo. Éstos, al llegar a la capital de su reino, intentan quemarlos, comprobando que son incombustibles y, por lo tanto, sagrados. Así se convertirán en reliquia venerada, cuyo rastro se pierde en Constantinopla durante la cuarta Cruzada.

El "protoevangelio de Santiago" cuenta, con bella prosa, la infancia y juventud de la Virgen María. Narra que José la lleva a Belén montada en un burro de cuyo ronzal tiraba un hijo de éste (supuestamente fruto de un anterior matrimonio). Una vez allí, eligen una cueva como recodo pudoroso para el alumbramiento. José busca una partera que ayude en el trance, la cual contempla atónita la luminosidad de la estancia que ampara a la parturienta mientras da el pecho a su hijo.

Estos textos apócrifos se datan en torno al siglo III d.C., coincidentes con el momento en el que se empieza a relacionar el nacimiento de Jesucristo con el solsticio de invierno, más en concreto con el 25 de diciembre. Esto parece corresponder a una estrategia proselitista de la Iglesia Católica, que se apropia de tradiciones anteriores para dar verosimilitud a su doctrina. Los romanos celebraban el 25 de diciembre la fiesta del Natalis Solis Invicti, vinculada con el nacimiento de Apolo. Los germanos el nacimiento de Frey, dios del sol naciente y la fecundidad. Hasta esas fechas la natividad de Cristo no se celebra, primero porque supone una parte insustancial de la doctrina, cuyo elemento fuerza es la muerte, el sacrificio, del hijo de Dios. Y segundo porque en los textos bíblicos canónicos no existe ningún indicio sobre la fecha de nacimiento (salvo la referencia que se hace en el evangelio de Mateo sobre que los pastores pasaban la noche al raso, cosa altamente improbable en el mes de diciembre). De hecho varias confesiones cristianas fundamentalistas no celebran la Navidad.

¿Por qué les cuento esto? En primer lugar, porque siempre me atrajeron las leyendas ancestrales y especialmente rastrear el curso que siguieron desde su origen. En segundo, porque mi calle se ha cubierto con lo que llaman "iluminación navideña". Consiste en un lazo rojo del que sale una estela de neones blancos. Esto replicado cada ciertos metros y suspendido sobre la calle. Asemeja un cometa cuya cabeza es el símbolo de una compra envuelta para regalo. También observo que los escaparates de los comercios se han plagado de árboles. guirnaldas, adornos florales, copos de nieve, estrellas y demás simbología relativa al invierno. Los parques de mi ciudad ahora contienen grandes abetos de bombillas, muñecos de nieve y hasta rampas para deslizarse asemejando pistas de esquí. Cada vez menos pastores, portales, belenes vivientes y demás componentes de la tradición cristiana. Cada vez más símbolos de un neo naturalismo concretado en el culto al padre invierno. Hasta los Reyes Magos sufren la competencia de Papá Noel, una versión, tuneada por una empresa de bebidas gaseosas, de San Nicolás. Y Santa Claus es la cristianización del dios invierno de los antiguos germanos. Un nuevo paganismo, vinculado con el solsticio de invierno, al sol que renace e inicia un periplo de triunfo sobre los tinieblas, dibujado por un paisaje repleto de arboles de la abundancia y la nieve como esperanza de abundancia venidera.

Podríamos barruntar que los viejos dioses recuperan su hegemonía, pero el lazo rojo, que sirve de cabeza al cometa, parece indicar que no todo es tan simple.

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