Regusto a victoria provisional con el Reglamento general de protección de datos.

Ha sido entrar en vigor la nueva regulación de datos personales y descubrir las comunidades digitales de las que formaba parte sin tener medianamente claro cómo había llegado allí. Creo que mi silencio sistemático como respuesta a todos los correos informándome amablemente de las nuevas políticas de privacidad aliviarán mi bandeja de entrada y mi repositorio de spam.

Es algo que habré de constatar en los próximos días y espero que la calma que reine en mi cuenta de correo no me genere un ataque de horror vacui digital. Ya no tendré que entresacar los mensajes que me importan de entre los avisos comerciales, promociones, newsletters... Fuera ruido.

Por lo pronto, siento una extraña sensación de poder mezclado con revancha. Grandes firmas ruegan mi permanencia en el selecto club de sus bases de datos, incluso una ante la que presenté una iracunda reclamación me trata como a la clienta preferente que nunca fui y me implora que me quede. Del odio al amor sólo media un clic, razona en algún lugar de la nube un algoritmo.

Recuerdo haber exigido darme de baja del bombardeo de otra compañía, imperturbable a mis reiterados "unsuscribe" gritados en mayúsculas; ella respondía con bonos descuento. Hace unas horas todo su código "html" se postró ante mí y yo sobrevolé con el cursor el enlace que bajo la palabra "aquí" me llevaba a continuar con nuestra relación tóxica. Estoy expectante, deseando certificar su destierro de mi universo postal.

Pocas veces me han alegrado de forma tan inesperada los legisladores comunitarios que vemos en los telediarios, carpetas en ristre, salir de sus despachos y perderse en pasillos enmoquetados. Para los iniciados en la protección de datos era un final cantado y ahora nos instruyen a través de los medios acerca de esta novedosa privacidad que viene de serie, nuestros nuevos derechos como clientes, consumidores, usuarios, incautos.

Nos dicen que habremos de dar nuestro sí es sí, claro, específico e inequívoco a entrar en una base de datos. Aunque algo me dice que siempre habrá un juez convencido de que un poquito disfrutamos dejándonos traer y llevar de unos brazos a otros, de un Facebook a un Cambridge Analytics. Pero seamos positivos, contaremos incluso con el derecho al pataleo en la Agencia Española de Protección de Datos a la que podremos dirigirnos como particulares en caso de resistencias numantinas a devolvernos lo que es nuestro.

Estas puertas al campo digital que se han levantado en Europa no nos protegen de las empresas con sede fuera, así que el abismo al que estábamos asomados antes de la regulación sigue ahí, sólo que desplazado geográficamente Y eso en la nube es lo mismo que nada. Así que, convenientemente convertidos en datos, seguiremos siendo mercancía en flujo de compraventa.

Al menos esperanza saber que terceros países como China, EE.UU. o Australia observan con interés esta regulación innovadora; si es efectiva o se diluye en el universo de los procesos big data. Internet es ese virus de la gripe mutante que hábilmente esquiva las sucesivas vacunas.

Pero disfrutemos el momento, esta minúscula victoria en el universo en expansión de Internet de las Cosas, paladeemos el rato en el que nuestros datos personales fueron un poquito más nuestros antes del volverse a diluir en el espacio invisible.