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El infierno de la dependencia afectiva

Tristeza, inseguridad y disposición para someterse incluso a humillaciones, características de la persona dominada

Hay quien siente el alma anegada en infelicidad. Atormentada por el miedo a perder al ser amado y deseado, se rebajan a un grado grande de denigración, incomprensible a la mirada inexperta en lo relativo a la naturaleza laberíntica del psiquismo humano. Es tal el grado al que se rebaja el afectado de infelicidad que cuando la persona amada le abandona suplica le deje ser tan siquiera "la sombra de su mano, la sombra de su perro". Incluso acepta que la persona amada traiga a sus amantes a la propia casa antes que perderle. Para esta persona lo doloroso no es el rosario de humillaciones y la sumisión, sino la soledad que ha de afrontar si la persona amada abandona. Es en este miedo a la soledad donde tiene su origen la convicción de que tener pareja es la única forma de encontrar sentido a la vida.

A la personalidad dependiente afectiva le define el estado de ánimo de tristeza e inseguridad; estado de ánimo que cambia cuando comienza una nueva relación sentimental, mostrándose más animosa e ilusionada. Clínicamente, presenta un cuadro ansioso-depresivo que, cuando se agrava, puede devenir en crisis de pánico. Suele presentarse asociado a trastornos de la alimentación (anorexia, bulimia), dada la importancia que esta persona otorga a la apariencia física, como reclamo para atraer el interés de la persona a la que ama.

Ya desde la adolescencia ha mantenido relacionas tormentosas. Cuando es la misma relación la que ha mantenido y viene manteniendo, la ruptura solo tiene lugar cuando el otro miembro de la pareja así lo decide. Puede darse, en alguna ocasión, que la persona desdichada amenace con la ruptura, buscando el efecto deseado de encontrar la más mínima consideración y afecto en su pareja. Cuando este simulacro de ruptura tiene lugar, en la mayoría de los casos, la amenaza de ruptura bien no se lleva a cabo, porque se deja embaucar por los buenos propósitos de su pareja, bien vuelve a la relación porque la pareja así se lo pide, pero sigue siendo la misma dramática realidad.

En el intervalo en el que ha tenido lugar la ruptura, si comienza una relación nueva con alguien capaz de corresponderle en amor y respeto y con el firme propósito de estar siempre a su lado, es la persona dependiente la que ejerce el papel dominante, sometiendo a su nueva pareja al mismo rosario de humillaciones. Esta nueva relación dura hasta que bien la persona causante de su infelicidad le solicita que vuelva bien encuentra otra persona dominante como aquella y que "le hace sentirse viva", y que coincide ser persona tan poseída de sí misma como aquella primera. Con esta otra persona, la nueva relación no será muy diferente de la que ha cesado. Como en su momento y con quien le abandonó, esta otra, en un primer momento, recibirá complaciente la veneración profesada. Posteriormente, cuando su egolatría, ávida de nuevo reconocimiento, no le baste la profesada, pasará a despreciarle y subyugarle a su capricho y crueldad. (La nueva pareja, una vez perciba en ella el miedo a perderle, instrumentará esta debilidad, mediante amenazas de abandonarle, para así someterla).

Quien le toca vivir subyugado en la relación lo hace con una conciencia deformada de la realidad. Así, percibe sobredimensionada la realidad de la pareja, efecto de una idealización exagerada en su extremo, deformación que fomenta la vanidad del déspota de la relación. Al idolatrar, el subyugado alimenta a su vez el desprecio de sí mismo; lo que le lleva a reprocharse todo lo que es motivo de desagrado para su pareja. En esta baja autoestima, el dependiente asume con facilidad y admite como verdad, sin reparar en la objetividad o falta de la misma, toda crítica a su valía personal, profesional, moral y, de manera muy especial, las descalificaciones o burlas acerca de su atractivo físico. En cambio, esta misma baja autoestima le hace creer que cualquier reconocimiento acerca de sus capacidades y valía personal, llegada de terceros, no se corresponden con su propia realidad, que se trata de meros cumplidos.

El sentimiento de inferioridad del subyugado y la idealización de la persona amada fomentan la relación morbosa de señor-siervo en la pareja. El dependiente afectivo llega a aceptar la creencia impuesta de que la relación mantenida, sea esta de noviazgo o matrimonial, limita la libertad de su pareja, asumiendo no sin sufrimiento las infidelidades por parte de la persona amada. La idolatría profesada a la persona amada, las denostaciones sufridas y las heridas infligidas en su alma con cada una de las infidelidades de su pareja, corresponden tristemente a la moneda que debe pagar, a fin de evitar que el déspota de la relación lleve a cabo la amenaza de ruptura y abandono. La inferioridad asumida, la idolatría profesada, incluso los actos de infidelidad llevados a cabo por la propia pareja en su propia casa ponen de manifiesto la humillante dinámica señor-siervo en la que ha caído el dependiente.

El dependiente afectivo, por miedo a la soledad, mantiene también esta dependencia con alguna amistad, aquella que tiene un significado especial para él. Esta relación es más intensa cuando el dependiente no tiene pareja. También aquí, en la relación de amistad, la persona dependiente teme no agradar, ser rechazada y, de ahí, su esfuerzo desmedido por agradar. A su vez, es exigente con la amistad y demanda excesiva atención, sin la menor consideración con la persona que le brinda su afecto y lealtad. Así, en la amistad despierta el sentimiento de culpa. De un lado, ésta se compadece de la infelicidad de la amistad; por otro lado, de esta buena disposición se aprovecha el dependiente para hacer sentir a la amistad remordimientos de conciencia si no atiende a su continua exigencia de atención.

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