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Pedagoga y logopeda

El drama del promiscuo

El donjuanismo es la tragedia existencial de quien, paradójicamente, busca el mundo perdido de los sentimientos

En su representación dramática, el donjuanismo es la conciencia del absurdo. La actividad promiscua exhibe un alma sin anhelo de "amor total". De no ser así, la irrefrenable actividad amorosa sería la asunción inequívoca de la limitación e insatisfacción encontrada en cada una de sus aventuras y, consiguientemente, la asunción del extrañamiento de sí mismo, de vacío vital, de ilusoria plenitud. Si de este estado de ánimo se tratarse, cada juego seductor sería un intento más en la consecución de la anhelada plenitud que se le resiste. Si de esta disposición anímica se tratara, la decepción se habría apoderado de su alma y el cansancio le haría desistir de una nueva aventura. No, nada de esto hay en el donjuanismo. Más bien hay, en su versión dramática, el modo de ser de quien afronta la propia existencia en la asunción del absurdo, de la ausencia de sentido en el hecho mismo de estar arrojado en el mundo. Efectivamente, para una sesuda reflexión existencialista, es el estado de conciencia de un modo de ser ahí, de ser en el mundo.

Efectivamente, nada hay de búsqueda de sentido, de anhelo de "amor total". En el rosario de aventura, cada una de las víctimas, conocedora de la inacabable cuenta de sus predecesoras -caídas ya en la cuneta del desengaño- y llevada de la embriaguez en la seducción, se conduce en la convicción de ser única, la única capaz de iniciarle en el ahondamiento del amor y, con ello, descubrirle el "amor total", aquello que las otras no han sabido darle. Una vez cumplida la ilusión de una noche, en la hora del rocío, ya desdibujada la ilusión, sólo la huella en la almohada de Pepe el Romano.

Del lado de acá, de la ilusión literaria, ambos, Pepe y Juan, tan sólo impostores. Sin embargo, en la lógica de la escenificación dramática, el "hijo del camarero mayor del rey" no anhela el "amor total", y no por una cuestión de mera frivolidad juvenil en el adulto remiso a madurar, sino por un hondo sentir metafísico del aquí y ahora. Para una meditación sesuda y existencialista, cada hombre guía su acción en razón de lo que su conciencia ve. Y la del seductor ha conocido el rostro del absurdo: nada hay, salvo el vehemente deseo de vivir -como único e irrepetible- el instante; porque, seguido a éste, hay certeza de que el siguiente es incierto, o -¿por qué no?- de que éste, el del momento presente, sea antesala de la nada. ¿Y el alma de Pepe el Romano? Es posible que, desde esta consideración de sesuda filosofía, carezca de dramatismo existencial: el personaje lorquiano no pasa de representar un papel muy secundario, de corriente o vulgar aventurero de tasca, náufrago en el torbellino de su quimera narcisista. En cambio, el foco de luz principal es el reservado para quien el vértigo en el acantilado no le hace retroceder ante las fauces de una existencia que devora a su propia criatura. El foco, pues, sólo es luz en la acción del héroe, del forjador de un destino nada en común con el común de los mortales. De ahí que, desde esta consideración sesuda y existencialista, en el alma del joven seductor no haya necesidad de ahondamiento en el amor; porque cada aventura la vive como absoluta, única; porque cada mujer seducida es amada "con el mismo ardor y con todo su ser". Para el joven impostor, cada aventura es tiempo arrebatado al tiempo, a "la hora"; tiempo gastado y consumido sin desesperación, porque nada espera, sabedor como es de que nada hay después del instante último. Y son ellas, las seducidas, las embaucadas, quienes se engañan; son ellas quienes viven en la creencia de que, por dar la espalda al acantilado, éste no existe, ni abismo en su linde, ni el nexo entre ambos o vértigo existencial. Son ellas, las víctimas del embaucador, quienes sí anhelan ser siendo en una continuidad sin fisura, con el hombre a quien han acogido entre sus brazos y su pecho.

También, en la versión dramática hay una pincelada de ironía, de paradoja de la vida dibujada con tinta literaria: "Don Juan es el hombre de las mujeres". De la pluma literaria es la siguiente consideración: "?el sexo reflejo de Don Juan, el de su imagen en el espejo femenino, es siempre el varonil? Sin la conciencia de esto no hay donjuanismo posible". Y, acerca de un posible narcisismo, Machado escribe: "La mujer menospreciada por Don Juan, piensa que Don Juan se prefiere a sí mismo? No. Don Juan, a quien viste de prisa su criado, no pierde su tiempo en el espejo". Y de su tintero sale la siguiente consideración: "Don Juan es héroe de clima cristiano. Su hazaña típica es violar a la monja, sin ánimo de empreñarla. En la tregua del eros genesíaco, Don Juan no renuncia a la carne pero sí, como el monje, a engendrar en ella. Cuando Don Juan se arrepiente, se mete a fraile? muy rara vez a padre de familia" (A. Machado).

Drama de sesudo existencialismo e ironía literaria. Y, ¿desde una consideración traída de la psicología clínica? El donjuanismo es el drama existencial de quien, paradójicamente, va a la búsqueda del mundo perdido de los sentimientos; de ahí que cada ocasión ame "con el mismo ardor y con todo el ser". Es una forma de adaptación que ha comenzado ya en la etapa de lactante. Como sombra chinesca, el sentimiento infantil de abandono se desliza en el lado de acá, el de lo oscuro y desconocido a la conciencia. Pues es el caso que el niño no dispone de los mecanismos para sobreponerse a tan angustioso sentimiento, con los que sí cuenta el adulto. La soledad, soledad honda, eco de aquél sentimiento infantil de abandono, el adulto distrae con la ingesta de alcohol, drogas, espectáculos, siendo sin ser entre muchos, fingida conversación telefónica y -¿cómo no?- compulsiva actividad sexual. En brazos de mujer, de alma enamorada y piel ardiente en deseo, el seductor trae al brumoso subconsciente el rostro de aquella mujer primera, el que espejo de su ser era y rescate en la angustia de no ser. Consumado el engaño, el drama -por pendiente de solución-, el seductor necesita nuevamente escenificar.

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