Aquel día, Pepín Sánchez Inclán, el de La Gloria, andaba, como de costumbre, en un maratón sobre sus sufridos pies planos: de la cafetera al comedor y del comedor al infinito, y vuelta a empezar. En esto, entró alguien con una noticia: "Se acaba de morir fulano. El funeral es mañana a las cinco". Pepín se detiene y pone las manos sobre la barra, ensimismado, con los labios apretados. Su cara deja ver una mezcla de sorpresa y de ligera conmoción. "¡No somos nada!", añade alguien, y Miguel, el de Feve, que está escudriñando minuciosamente la reacción y los gestos del chigrero, lanza un comentario desde el córner: "A ti, Pepín, lo que te preocupa es el pufu que te dejó".
El bar La Gloria, en Llanes, era una universidad de la vida, y entre las disciplinas que se enseñaban allí estaba la Psicología básica. A punto de cumplirse seis años desde que el establecimiento cerró sus puertas, al añorado Pepín, que ahora siega praos en El Cantinu (Ribadedeva), le siguen bullendo en la cabeza imágenes y episodios de su vida laboral. Estuvo en activo cincuenta y dos años, "pero, como hacía siempre jornadas dobles, en total trabajé ciento cuatro años", puntualiza sin vanagloriarse.
Desde que se jubiló es otro, y le llueven los piropos y parabienes: "No hay quien te tosa. ¡Estás hechu un señoritu!"
-"Ya, hiju, pero no creas. Soy de la quinta del Rey (Juan Carlos), aunque él ascendió más rápidu que yo".
Pocos personajes quedan ya capaces, como él, de generar sinergias que humanizan y alegran la convivencia. Cuando le saludan en la calle, antes de que pueda decir esta boca es mía ya tiene formado alrededor un corrillo de parroquianos con ganas de palique.
-"Te llevo llamando varias veces, pero nunca me coges el teléfono, puñeteru", le reprocha uno.
-"Es que lu dejo en casa, mi críu. Un segador con móvil parez que no pega".
-"Pescador, cazador y tejeru, nunca gastaron buen sombreru", apunta a estribor el celoriano Javier González Tamés, siempre tan oportuno, en alusión a los prototipos esenciales de la clientela que poblaba La Gloria.
Sin tiempo que perder, Andrés, el del cupón, que pasa al lado, improvisa sobre la marcha una caxigalina: "¡Penalty en la Corredoria! ¿Quién lu va a tirar? ¡...Pepín el de la Gloria!"
Mentalmente, Pepín sigue instalado en el bar. Su horizonte de cada día nace cargado de memoria. En sus sueños, monotemáticos y recurrentes, se ve con Isabel, su mujer, yendo a comer a La Barata, en Colombres, y siempre ocurre lo mismo: el comedor está hasta arriba, pero él se da cuenta, alarmao, de que no hay camareros ni cocineros. "¡Venga, Isa del alma! Tenemos que hacer algo. Métete en la cocina a ver qué se puede preparar mientras yo tomo la comanda. No podemos dejar a esta gente así. Además, fíjate, la mayoría de ellos fueron clientes nuestros".
Son sueños para sudar, y ese "feedback" incesante lo que tiene es que no da tregua. En verano siente la necesidad de entrar en algún bar para saber cómo les va a sus colegas: "¿Cómo lleváis el follón esti añu? ¿Os dan mucha guerra los turistas?"
-"¡Qué va, hombre! Me entra gente educada y correcta. Da gustu con ellos".
Y cuando oye estas cosas, Pepín siempre se queda pensativo, rumiando algo que le pesa en el alma: "¿Qué sería entonces...? ¿Que me tocó todo a mí?".