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La obra del "Maestro de Moru": un tesoro renacentista

Sobre la culminación de una nueva etapa en la restauración de una iglesia riosellana quemada al comienzo de la Guerra Civil

Los vecinos de la antigua parroquia de Moro (o Moru), actualmente denominada "El Carmen-Moro", celebraron hace unos días la culminación de una etapa más en la restauración de la iglesia, quemada al comienzo de la Guerra Civil. El párroco, Domingo Sanjulián, fue uno de los fusilados por la FAI el 15 de agosto de 1936 en Santianes. Tras la guerra, la cabecera parroquial se trasladó a El Carmen y no se hicieron en ella labores de recuperación hasta 1954, cuando por disposición de Magín Berenguer se tapiaron dos puertas, se retejó el testero y se excavó parte del suelo, trasladándose los hallazgos al Museo Arqueológico de Oviedo, donde aún están. En 1993, en una iniciativa local sin asesoramiento especializado, se desmontó el arco de triunfo (protogótico) para evitar que se cayera y se rehizo de manera incorrecta, desvirtuándolo y acabando de paso con las pinturas renacentistas de sus paños. En 2008 empezó su andadura la asociación "Amigos de Moru", presidida entonces por Daniel Fernández Malvárez, que fue la entidad que con su tesón, unidad y buen hacer ha conseguido movilizar a la gente, dirigir la acción e ir juntando fondos para la recuperación de las pinturas y del templo, desde el suelo hasta el tejado, y desde las paredes hasta las ruinas del atrio y la sacristía. Este atrio o cabildo, situado en el lateral sur del edificio, había sustituido en el siglo XVII o XVIII a uno más antiguo, pequeño y desprotegido que estaba adosado a la fachada del campanario, en la cara oeste, y cuyo suelo estaba hecho de cantos de río, según las excavaciones.

Sin minusvalorar el resto de lo hecho hasta ahora, que ha sido mucho y bueno, lo más importante de todo lo realizado ha sido la recuperación de parte de las pinturas del testero o presbiterio, pues son precisamente esas pinturas las que le otorgan a esta iglesia un lugar propio y destacado en la historia del arte. Urge, por tanto, la continuidad en la restauración de todo el conjunto. No abundan en Asturias las pinturas murales del siglo XVI, es decir, del Renacimiento, y sólo se conservan en iglesias rurales como la de Santa María de Celón (Allande), la de Carceda (Cangas del Narcea) o incluso la de Ques (Piloña), que sigue esperando una subvención del Principado para recuperarlas. En Galicia abundan algo más, sobre todo en la parte lucense de la Ribeira Sacra (Pesqueiras y Nogueira de Miño, en Chantada), y en la catedral de Santiago de Compostela, y todas ellas han sido restauradas y añadidas a la oferta cultural de sus territorios. Estas pinturas de las iglesias rurales norteñas no tienen el esplendor de las creaciones del Renacimiento italiano, desde luego, sino que presentan un cierto aire de arcaísmo, como si estuvieran dando continuidad a la sencillez (o ingenuidad) de la pintura románica y a la rigidez convencional de la gótica, en vez de dejarse conquistar por el naturalismo triunfante de la nueva pintura renacentista. Aunque hubo excepciones, una de ellas en Moru.

Los temas a pintar en estas iglesias se extraen de grabados y tablas que circulaban por Europa para que los artistas locales pudieran pintar escenas religiosas para educar (o atemorizar) a los feligreses, iletrados en su mayoría. Y cada taller local hacía lo que podía, bien con la refinada calidad del "maestro de Celón" o con la gran fuerza expresiva del que podríamos llamar "maestro de Moru", un artista muy dotado para la caracterización psicológica de los personajes y para las composiciones de grupos, sumamente dinámicas. La lección magistral del maestro ocupa 260 metros cuadrados y está plasmada en las paredes laterales y en la bóveda del testero, aunque una parte importante de la obra (el techo y la pared frontal) aún está sin restaurar, naturalmente por falta de fondos, que no de ganas. En la bóveda parece estar la imagen de Dios en el firmamento y los cuatro evangelistas, cada uno con sus atributos simbólicos. En la pared frontal, en sustitución de un retablo que nunca hubo (por eso se pintaba en esa zona, ya que salía más barato), hay varias figuras rodeadas de misterio, costra y líquenes, esperando fondos para salir a la luz y renacer. Algo así como el renacimiento del Renacimiento, un doble milagro artístico en una humilde iglesia rural.

Aunque las pinturas fueron realizadas en el siglo XVI, a finales del XVIII ya no estaban a la vista, pues debieron ser tapadas con una capa de cal en algún momento, siguiendo una tendencia bastante común en la época. En el informe sobre las parroquias riosellanas que elabora en 1802 el arcipreste de Leces, Lope Josef Bernardo de Quirós, con destino al diccionario histórico y geográfico de Martínez Marina (nunca publicado), se dice de esta iglesia que "aunque está bastante decente en lo interior, no tiene cosa notable", lo que significa que las magníficas pinturas ya no estaban a la vista ni nadie tenía memoria de ellas. Posiblemente la capa de cal acabó ayudando a la conservación de las pinturas, protegiéndolas en los momentos más duros. También se dice en el informe que la iglesia está en un cerro al pie de un bosque de robles -hoy de eucaliptos-, en un descampado propio de la iglesia. La casa rectoral, añade, está en Nocedo, con una capilla al lado "para comodidad de los párrocos".

No voy a describir todo lo pintado que hoy está a la vista, a expensas de que se complete la restauración, sino que me limitaré a una rápida mención de los tres grupos principales de figuras que ya se pueden ver dentro del testero. La pared norte, la del Evangelio, está ocupada por una escena de la Última Cena, la que Jesús convocó para celebrar la Pascua judía con los apóstoles y anunciarles su muerte. En la escena están perdidos (por desconchamiento) dos de los apóstoles, y uno de ellos es Juan, que se sentaba al lado de Jesús. A la izquierda de la mesa aparece un personaje de pie que porta una jarra, y se trata de un servidor que trae vino mezclado con agua para servir la segunda copa del ritual judío, que se llenaba una vez que estaba sobre la mesa la comida, consistente en un cordero asado entero y pan sin levadura, que debía simbolizar la prisa del pueblo judío para abandonar Egipto. Destaca poderosamente el cuasi animalesco personaje de Judas Iscariote, separado de los demás y hablando con Jesús antes de abandonar la estancia sin haber cenado. Al otro lado de Jesús, con una copa en la mano, aparece Pedro, que aparecerá en otras dos escenas de la pared de enfrente. Todos los personajes están retratados de manera dinámica, hablando entre sí y con gestos y rasgos propios, individualizados y naturalistas, nada de estilizaciones e idealismos propios del gótico del siglo anterior, que ya había sido plenamente superado por el atrevido maestro cuando pintó en Moru.

En la pared sur, la de la Epístola, hay dos escenas principales. Una de ellas es la del Huerto de los Olivos, donde Jesús se retiró a orar después de la cena, acompañado de Santiago, Juan y Pedro, sus favoritos. Mientras Jesús acepta a regañadientes el cáliz de su tormento, los tres apóstoles, sin duda afectados por las cuatro copas rituales de la cena pascual, se dejan vencer por el sueño, desoyendo la simbólica recomendación de velar. Estéticamente hablando, el compacto grupo de los tres apóstoles inclinados y dormidos es magnífico, pues el ritmo de las ondas de sus mantos parece que envuelve a los tres apóstoles, los une y los mezcla como en una nube onírica, un poco a lo Miguel Ángel o incluso a lo Chagall. Jesús les da la espalda y su figura contrasta con el grupo no sólo por su actitud de vigilia, sino por su dolorosa verticalidad física, hincado de rodillas y asumiendo el inminente martirio. Los olivos pintados al fondo, tan naturales, son propios de la escuela renacentista más avanzada. Nada que ver con las formas góticas de décadas anteriores.

La otra escena, la del prendimiento, es en realidad una yuxtaposición de dos acciones simultáneas, la del beso de Judas, que se desarrolla en segundo plano, y la de Pedro, que pasa a primer plano a pesar de su importancia menor en el relato bíblico. Pedro se lanzó a defender a Jesús e hirió con la espada a Malco, un siervo del sumo sacerdote del templo de Jerusalén, cortándole la oreja derecha, aunque Jesús le ordenó envainar y curó al herido. Hay que recordar que, según los evangelistas, era un verdadero pelotón el que había acudido a prender a Jesús, integrado por los soldados de la cohorte romana, su tribuno, los guardianes del templo, los escribas y los ancianos, y acudieron armados con espadas y palos. En la escena pintada en Moru, la espectacular acción de Pedro está pintada en primer plano, exactamente igual que en Santa María de Celón, aunque allí se pinta a Pedro (que no consta que fuera zurdo) asestando el tajo desde atrás sobre el mismo lado derecho de la cabeza de Malco, lo cual justifica que le rebanara la oreja de ese lado. Según lo pintado por el maestro de Moru (Pedro frente a Malco), no sería fácil cortarle limpiamente esa oreja al siervo, pues quedaría en el lado contrario de la cara y sería una estocada de máxima dificultad.

No es ese el único detalle llamativo de la escena del beso, excelente en cuanto a composición e intensidad. Hay algunos rasgos que revelan que está pintada en el s. XVI -o sea, en el Renacimiento- ya que los soldados romanos aparecen tocados con "borgoñotas", un tipo de casco ligero que se había puesto de moda en ese siglo y no había formado parte del equipamiento militar del siglo I. Yo he localizado ese mismo tipo de casco en otras obras renacentistas, como por ejemplo en la representación del ejército israelita de Saúl (en la batalla contra los filisteos) de la puerta del baptisterio de Florencia, obra de Ghiberti, o en la bellísima decoración de un plato esmaltado (anónimo) del Antiquarium de la Residencia de los Duques de Baviera, en Munich. Lástima no tener más espacio para poder mostrarles las fotos. Otro detalle significativo de la escena del beso es que la turba aparece representada enarbolando no palos y espadas, como está escrito, sino una pica y varias alabardas, cuando se sabe que la alabarda fue un arma que también se puso de moda a principios del s. XVI y que nunca había formado parte de la panoplia romana.

Si he querido detenerme en la calidad de las pinturas más que en la narración de la fiesta vecinal, es precisamente para ayudar al colectivo de Moru a convencerse de que lo más relevante de lo que tiene entre manos en este momento es la recuperación total y la puesta en valor del tesoro pictórico, que en un futuro debe constituirse como foco de atracción del máximo interés para el mundo del arte. La asociación vecinal, junto con las autoridades civiles y eclesiásticas, están ahora en un punto crucial de todo este proceso de recuperación: el de decidir qué uso se le debe dar a este maravilloso recinto, que en mi opinión no debería ser el de un simple local de culto (con todos mis respetos por la institución eclesiástica, que está en su derecho a pesar del abandono de muchos años), ni el de un espacio multiusos para festejos vecinales (con todos mis respetos por las gentes de la parroquia, por las que tengo gran estima desde hace muchos años). Pienso que para las celebraciones es más apropiado el local de la escuela, recién rehabilitado por un taller municipal de empleo, y que a la iglesia (sin merma del culto ocasional) hay que darle un destino museístico, didáctico e incluso turístico, íntimamente ligado a sus extraordinarias pinturas, obra excelsa de un singular artista del Renacimiento asturiano. Quiero creer que, aunque no me hagan mucho caso, al menos me habrán entendido.

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