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Oviedo no existe o son sólo hologramas

Visión de la ciudad en el regreso a casa, tras dos años viviendo en Barcelona

Un verso, ciertamente tosco, afirma que no se debe regresar jamás al lugar en que uno fue feliz. La realidad, por suerte, nos alivia: no es posible volver a ningún sitio, y menos aún a la patria, porque no existe.

Hace ya unas semanas regresé a Oviedo desde Barcelona -ciudad en la que viví dos años por motivos que todavía no entiendo demasiado bien-, pero solo ahora me he dado cuenta de que todo lo que me rodea es imaginario: las señoras con abrigo de visón que se emborrachan delicadamente las mañanas de los sábados y devoran la guinda o la aceituna de su vermú ante la mirada espantosa de sus herederos; el sushi rebozado, frito y embalsamado en foie que se ha convertido en sagrada forma de los oviedistas de bandera; las sectas de nombre misterioso y reveladoras siglas, como la Plataforma de Afectados por la Movida (PAM!), que colaboran a transformar la ciudad en un libro de Foster Wallace; la Santina encarnada en un cachopo sangrante que se aparece a sus fieles descarriados por las calles del Antiguo... Todo ello se desenvuelve silenciosamente como el carrusel que imaginó Bioy Casares, y creo que también yo comienzo a desvanecerme.

A finales de los 60, mi abuelo decidió regresar de Cataluña -en cuyo cinturón rojo había desempeñado durante 8 años su trabajo como médico de la melancólica burguesía textil- por una razón inexplicable, quizás relacionada con una dudosa llamada de la sangre, contra el criterio de mi abuela (naturalmente aficionada a lo burgués) y de mi madre (que aún hoy habla un catalán muy fluido).

Casi cincuenta años después, y con la sensación de estar cumpliendo un destino familiar, he resuelto igualmente volver a la ciudad.

Y es que aquí hay más pijeras per cápita, pero son más entrañables; las empresas (como aquel insecto de Annie Dillard que inyectaba una enzima disolvente a una sorprendida rana) pretenden sorber la vida de sus trabajadores, secándolos poco a poco, y sin embargo no lo ocultan bajo un barniz de corporativismo de mesa de ping-pong; los alquileres son mucho más baratos y, en definitiva, hay mucho más tiempo.

Tal vez esta ciudad tiene más tiempo y por eso se mueve infinitamente más despacio. Tal vez por ello se puede imaginar una ciudad otra que se superpone a esta (llamémosla Uvieo) y que es posible contemplar en ciertos momentos de desconexión, en aquellos instantes en que la maquinaria detiene la proyección para recargar sus turbinas y retomar su ciclo idéntico: Uvieo está habitado por las mismas personas que Oviedo, pero se comportan de forma diferente.

Los hijos gordos y calvos beben vermú junto a sus madres y las besan y regalan sus gambas a la gabardina a los viandantes mientras visten los abrigos de visón que antes les pertenecieron a ellas; los pijos acuden en masa a conciertos en la Lata de Zinc de grupos cuyo nombre no saben pronunciar y se convierten a versiones extremas del veganismo y cambian sus náuticos por zapatillas de cuadros; el sushi frito ha sido prohibido por un tribunal inapelable y todos los cocineros de la ciudad han olvidado la receta, y solo hay dos restaurantes que sirvan cachopos, pero la gente no demuestra mucho interés por ellos excepto en eventos especiales.

Quiero creer que he regresado a Uvieo (que es, al igual que Oviedo, una ciudad imaginaria). Pero sospecho, en cualquier caso, que he vuelto a las dos ciudades a la vez, y que tendré que aprender a vivir de nuevo en ellas.

Reconozco que en algunas ocasiones pienso en una cuando camino por la otra y me asusto, pero luego estoy bien.

Reconozco que a veces todo está terriblemente lejos, pero no pasa nada porque yo también he comenzado a existir en un plano distinto y lejano.

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