Hay muertes silenciosas que no deberían serlo tanto. Hay vidas que se apagan haciendo que se fundan muchas luces a nuestro alrededor. Hoy es un día triste. Hoy, la muerte de mi amigo José Antonio Caicoya Abati resulta amarga. Por su edad y fortaleza parecía que la vida le depararía más recorrido y seguiría tendiendo la mano a todo aquel que lo pudiera necesitar. Pero los planes de Dios, como tantas veces, nos descolocan y nos impiden organizar despedidas programadas y merecidas, dejando en un pequeño rincón del corazón el amargo sabor de las separaciones.

Pero Josito, como le llamábamos, no se murió, porque quien cree en Dios no morirá nunca. Su amor fue la familia, sus hijos y nietos, la verdad y la honestidad.

Todos los amigos al morir dejan un hueco irremplazable. Es como un amor perdido y nosotros nos revelamos contra la muerte, que es injusta, y más todavía si es la de un ser al que amábamos. Todos los que te hemos tratado no hacemos más que destacar tu profunda humanidad y tu constante preocupación por todos. Me despido de ti con un interminable y entrañable abrazo.