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La (re)conquista del espacio exterior (rural)

Un viaje a la aldea del futuro, que ha de ser foral, con normas especiales para disfrutar de autonomía funcional, soberanía energética y alimentaria, y una fiscalidad reducida sobre las rentas del trabajo

La (re)conquista del espacio exterior (rural)

En 1958 el presidente de los Estados Unidos, Dwight Eisenhower, creó la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA) con el objetivo de iniciar la exploración del espacio exterior. Aquello dio lugar a la denominada "carrera espacial", tras la puesta en marcha el año anterior del programa espacial soviético con idénticos fines.

Traigo a colación los orígenes de la exploración del espacio exterior con la intención de volver a la carga con el asunto de la rehabilitación (volver a habilitar) y la rehabitación (volver a habitar) de las aldeas, que se han convertido de facto en un nuevo espacio exterior inhabitado y aparentemente inhabitable.

El triunfo de la ciudad -como espacio de pensamiento único, hegemónico en lo cultural, lo económico y lo político- se ha consolidado definitivamente en todo el mundo tras la generalización de la Revolución Industrial y la economía globalizada. Ello ha traído como consecuencia el abandono de aquellos territorios rurales donde no fue posible aplicar una economía de capitalización, de escala, de concentración, intensificación y monocultivo. En Europa, y especialmente en España, y siguiendo con la analogía espacial, podríamos decir que el despoblamiento rural -que se manifiesta ya con una crudeza extrema en muchos lugares- es la consecuencia directa de un efecto de atracción gravitacional de la ciudad sobre los pequeños planetas -pueblos y aldeas-, que han perdido no sólo la población sino también su cultura, su funcionalidad y su razón de ser.

La primera pregunta que cabría hacerse es ¿por qué razón deberíamos "resucitar" las aldeas? Se podría definir la aldea como la estructura protourbana responsable de la gestión del territorio al que está vinculada. Dicho de otra manera: la aldea es algo así como el núcleo de una célula territorial compuesta por un citoplasma -las tierras y montes de propiedad privada y/o comunal de los vecinos- y definida por unos límites que hacen de membrana. Desde el núcleo, como ocurre en todas las células, se organizaba de forma holística, integral e integrada el conjunto de operaciones que permitían la vida de la comunidad aldeana mediante el aprovechamiento cíclico, regular y continuo de los recursos naturales del entorno. El rasgo esencial que diferencia la aldea de la ciudad es que mientras en esta última se puede vivir en un piso, sin contacto con la tierra y sin depender de ella, en la aldea no hay pisos, sino casas, y éstas no se entienden sin sus tierras. La aldea, en definitiva, es el cerebro del territorio rural más genuino, y sin su concurso éste se vuelve ingobernable.

A medida que se perdía la inteligente estructura de gobernanza institucional de la aldea (la comunidad, las ordenanzas y las juntas o conceyos) se fue perdiendo también la estructura agroecosistémica compleja por ella creada y fue aumentando la superficie forestal no manejada. Por otra parte, esta debilidad permitió los cambios de uso (cultivos forestales en lugar de tierras de labranza y montes en silvopastoreo), los movimientos especulativos (los pocos vecinos que quedaron ocuparon todos los comunales con grandes rebaños monoespecíficos subvencionados), el dominio de la fauna salvaje sobre la doméstica, el aumento de renta agraria subvencionada y el consiguiente abandono de prácticas que eran propias de las comunidades aldeanas preindustriales escasamente monetarizadas (recogida de leñas, cultivo de huertas y tierras, rebaños multiespecíficos, aprovechamientos circulares, verticales y múltiples?). En conclusión, las aldeas actuales o están abandonadas o viven en un desorden impropio de su condición.

El abandono de las aldeas, o los cambios de uso que hemos introducido en las tierras que éstas gestionaban, debe ser entendido como un grave riesgo ambiental que afecta a todo el país, como un problema ecológico de escala regional y estatal de extraordinaria dimensión territorial, como un problema para la seguridad ecológica global y como un riesgo para la seguridad de las ciudades.

La desaparición de ese conjunto de miles de pequeñas aldeas de España y Portugal que gestionaban localmente el territorio y daban estabilidad a millones de hectáreas de terrenos forestales y de cultivos es, probablemente, el principal problema ecológico de ambos países, junto con el cambio climático planetario. Ambos fenómenos se han aliado estos últimos meses para presentarnos un dantesco escenario de grandes incendios. En una reciente reunión que mantuve en Covilhã (Portugal) con responsables de la Asociación Aldeias do Xistro, alguien calificó la oleada de incendios de este año en Portugal como la mayor catástrofe habida en el país después del terremoto de Lisboa de 1755.

La segunda pregunta sería ¿cómo y en qué condiciones podríamos volver a la aldea? Nadie volverá a la aldea si ello lleva aparejado vivir en las mismas condiciones de penuria del pasado. Nadie encontrará una vida razonable en la aldea si tiene que verse sometido a una legislación urbana e industrial que se ha cargado el secular derecho local consuetudinario y ahora cortapisa cualquier posibilidad genuina de desarrollo/conservación desde, para y por la aldea. Por último, y en tanto persistan los problemas que imposibilitan el desarrollo personal en plenitud, no será deseable volver.

Retomo ahora el símil de la aeronáutica con el que abría este artículo. Si para emprender la exploración del espacio exterior hubo que diseñar una innovadora, inédita y atrevida política -como fue la creación de la NASA- para (re)conquistar el espacio rural vaciado, o pervertido, tendremos que atrevernos a pensar lo que nunca antes habíamos pensado y crear una especie de NASA. Digamos, para cerrar el símil, que algo así como una agencia para las nuevas aldeas y el espacio rural deshabitado.

Tendríamos que hacerlo por una razón de Perogrullo: tratar de recomponer lo que hemos destrozado, sin cambiar antes las políticas que han provocado el destrozo, es tan insensato como romper un reloj a martillazos y querer arreglarlo con el mismo martillo.

Tres tareas fundamentales tendría dicha agencia: la formación de aldeonautas (los nuevos aldeanos), el diseño de bases espaciales (las nuevas aldeas) y la creación de algo que nunca tuvo la aldea original: una atmósfera adecuada para la realización y la satisfacción de las necesidades humanas similar a la que se da en la ciudad. De forma muy resumida las funciones principales de la agencia serían:

Formar a los nuevos aldeanos. Desaparecidos los últimos aldeanos genuinos, necesitamos capacitar a sus sustitutos: los aldeonautas, o nuevos aldeanos posindustriales, organizados en estructuras empresariales de naturaleza preferentemente cooperativa y dentro del marco normativo de una ordenanza aldeana. Profesionales preparados para desarrollar el conjunto de tareas que antes realizaban los campesinos en la gestión del medio rural y que se concretaban localmente, y dependiendo de la biogeografía en no menos de una veintena de procesos agroecológicos esenciales para dar diversidad biológica y estabilidad ecológica al territorio: segar, cultivar, injertar, cuchar, criar ganado, apicultura, hacer queso, podar, plantar frutales, controlar las poblaciones de fauna salvaje...

Estructurar las nuevas aldeas. Las aldeas de la sociedad posindustrial no serán las aldeas del pasado, aunque conserven los rasgos que las identifican y se basen en sus formas de asentamiento, construcción bioclimática y manejo agroecológico del medio. En realidad, serán las nuevas bases espaciales posindustriales del ahora espacio desierto. Deberían ser aldeas forales, es decir, con normas especiales que les permitan disfrutar de autonomía funcional, soberanía energética y alimentaria y con una fiscalidad reducida sobre las rentas del trabajo y las pequeñas producciones de interés ambiental. Las aldeas posindustriales deberían estar diseñadas para producir alimentos, energías, paisajes y gestionar localmente los recursos naturales renovables de su territorio.

Crear la nueva atmósfera aldeana. Crear el ecosistema social, económico y cultural de la aldea posindustrial es esencial para que la opción de convertirse en aldeano sea tan atractiva y gratificante como la de cualquiera de las profesiones de la ciudad. El arte, la cultura y la ciencia, la posibilidad de vivir en la aldea y de vivir de la aldea, pasa por la creación de unas condiciones genéricas que permitan hacer aflorar las posibilidades que un nuevo contexto aldeano pone a nuestra disposición. La Política Agraria Común (PAC), por ejemplo, debería servir para financiar rentas básicas de trabajo a los nuevos aldeonautas, por prestación de servicios agroecosistémicos de interés local y global, y para consolidar las pequeñas economías aldeanas redistributivas y de tiempo liberado.

En los intentos por liderar la rearticulación del medio rural, ahora descoyuntado, la PAC fracasa porque no es capaz de interiorizar que estamos en un contexto posindustrial y, al contrario, insiste en presentarse, una y otra vez, con remakes de las viejas políticas de modernización agraria de los años sesenta del pasado siglo, con maquillajes más o menos verdes. Si aquella política de industrialización agraria y las agencias gubernamentales creadas ex profeso hicieron posible entonces cambiar el medio rural para pasar de preindustrial a industrial, no veo razones que impidan ahora atreverse a diseñar una innovadora política rural a la altura de las circunstancias para pasar del caduco modelo agrario industrial -que provocó como efecto colateral la extinción de la agricultura campesina de la aldea- al posindustrial.

Puede que esta propuesta de la creación de una agencia para las nuevas aldeas y el medio rural deshabitado suene a ciencia ficción. Pero no lo es. Ni ciencia ficción ni nada que no se haya planteado en el pasado en otros contextos. Casualmente, el 5 de julio de este año se celebró el 250.º aniversario de la promulgación del Fuero de Población, por el que la monarquía ilustrada de Carlos III fundó las conocidas como "Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía". Se constituyeron ex novo un total de 64 poblaciones, entre pueblos y aldeas, en las que se instalaron unos ocho mil colonos que fueron reclutados en Centroeuropa. El proyecto de colonización de Sierra Morena -los pueblos carolinos como son conocidos- estaba enmarcado en un gran proyecto de reforma económica y social de España y liderado por la vanguardia del pensamiento ilustrado. Quizá sea esto, ilustración e innovación, lo que nos falte en España.

No hay nada que impida ahora abordar proyectos experimentales para iniciar un viaje de regreso a la aldea. Nada salvo nuestra cada vez más peligrosa actitud de no moverse, de no cambiar, de repetir una y otra vez las recetas fracasadas y de asistir atónitos, indolentes, a un cada vez más irreversible proceso global de cambio climático y desestructuración rural.

Jaime Izquierdo es autor de "La casa de mi padre: manual para la reinserción de los territorios campesinos en la sociedad contemporánea". Editorial KRK. Oviedo, 2012.

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