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Crónicas gastronómicas

Vértigo en la alta cocina

Michelin se ocupa de recalcar que la renuncia de Sébastien Bras a sus tres estrellas es una excepción pero antes ha habido otros muchos casos de grandes chefs que decidieron escapar del firmamento

Vértigo en la alta cocina

La mayoría de los cocineros jamás querría perder el lustre que aporta Michelin a sus restaurantes a cambio de soportar una tiranía que empieza por la presión que para algunos supone mantener las estrellas y las no siempre claras condiciones que imponen los franceses para pertenecer a su selecto club. Están convencidos de que el prestigio de estar dentro arroja más apectos positivos que negativos. Sin embargo, hay otros, sobre todo en el firmamento superior, que han preferido desprenderse de las ataduras y seguir el camino por su cuenta y riesgo recuperando la ilusión por cocinar lo que les gusta. El último caso célebre es el de Sébastien Bras, el hijo del gran Michel Bras, de Le Suquet, en Laguiole, la cuna del gargouillou. La Guide Rouge se ha esforzado en reiterar que se trata de una excepción debida al relevo generacional y las especiales circunstancias que concurren en un establecimiento que abre sólo unos pocos meses al año. Pero no es así, ha habido precedentes, la única novedad es que en esta ocasión, al contrario que otras veces, los franceses se han brindado a ofrecer explicaciones. No es sólo que Michelin presione a los chefs, es también lo que ellos mismos se consideran presionados tanto desde el punto de vista mental como financiero, en algunas circunstancias muy particulares hasta desembocar en tragedia.

El irrepetible Alain Senderens, con tres estrellas y leyenda durante veinte años al frente del lujoso restaurante Lucas Carton, de París, transformó en 2005 su templo gastronómico en una sencilla y popular brasserie. Senderens estaba hasta el gorro de los costes elevados de mantener abierto un restaurante en el centro parisino: de tener que verse obligado a cobrar de trescientos a cuatrocientos euros el menú, de la pérdida de clientela precisamente por ese motivo y de la insoportable presión de las guías gastronómicas. "La alta cocina tiene más de teatro que de realidad", dijo antes de pegar el portazo. Joël Robuchon, que en los noventa fue considerado el mejor chef del mundo, anunció a finales de esa década el cierre de su local de París para dedicarse a las asesorías, un negocio bastante más lucrativo, que han emprendido no pocos cocineros de élite. Acto seguido abrió L'Atelier, un modelo con costes menores que acabó reproduciendo el éxito en diversos lugares del mundo recibiendo aquí y allá nuevas estrellas de la guía roja.

La alta gastronomía también tiene un lado especialmente trágico por las vidas cobradas. Bernard Loiseau, chef del Côte d'Or, en Saulieu, Borgoña, se suicidó en 2003 por haber bajado dos puntos en la guía Gault Millau y haberse obsesionado lo suficiente con la posibilidad de perder sus estrellas. Años antes, en 1966, el cocinero parisino Alain Zick se había pegado un tiro tras enterarse de la pérdida de una de ellas. En 1999 los británicos Marco Pierre White y Nico Ladenis renunciaron al estrellato Michelin al no poder soportar las exigencias requeridas para mantenerse en él; Marc Meneau perdió su estrella en 2000 y a raíz de ello tuvo una fuerte depresión. Gerard Besson sufrió un infarto en 2003 cuando perdió una de las suyas. René Jugy-Berges, del restaurante provenzal Le Relais Sainte Victoire, de Beaurecueil, la devolvió por el estrés y la angustia que le producía. En 2009, el cocinero del sombrero Marc Veyrat, patrón de L'Auberge de L'Eridan, prescindió de su tríada, que años más tarde no hace mucho volvería a recuperar de la mano de uno de sus más avezados alumnos, Yoann Conte . El recientemente desaparecido Gualterio Marchesi, el primero en Italia en obtener tres estrellas Michelin, también renunció a ellas, igual que el francés Jean-Paul Lacombe. El relevo generacional aparece también en el caso de Antoine Westermann que renunció a su condición de triple estrellado al dejar su restaurante Le Buerehiesel, de Estrasburgo, en las manos de su hijo en 2007. Un año después, Olivier Roellinger decidió abandonar su tres estrellas de Cancale, para dedicarse a otros negocios relacionados con la cocina y la gastronomía, en general. En esas mismas fechas, J oan Borràs hizo lo propio con su estrella de Gerona, para tomarse las cosas con calma tras superar un cáncer.

No siempre se trata de renunciar al "peso de la púrpura" para vivir mejor y de manera desahogada. En algunas ocasiones, los cocineros reciben chivatazos o el anuncio de que van a perder su distinción y son ellos mismos los que se adelantan con su renuncia para no verse pillados en un descrédito. Sucede no en las grandes alturas, pero sí con chefs cuyos restaurantes mantienen una estrella. Naturalmente no todos los cocineros de una élite son la misma persona y nadie se toma la responsabilidad de las estrellas como un asunto irremediable desde el punto de vista la supervivencia.

Si no existe el objetivo de obtenerlas, explicaba Joan Roca, de El Celler de Can Roca, refiriéndose a su caso, tampoco hay un temor excesivo a perderlas. Se trata, en cualquier caso, de relativizar. Lo más difícil, según el chef gerundense, no es mantenerlas sino conseguirlas. Se pueden perder, de hecho se pierden por diferentes razones, pero no es algo que suceda con la facilidad que la gente, por regla general, se imagina. Roca sabe hallar la diferencia entre lo que es llegar arriba, como ocurre en el caso de la famosa lista "Restaurant" y ser el mejor restaurante del mundo, con el simple hecho de mantenerse bajo una exigencia que en determinadas circunstancias se corresponde simplemente con lo que uno se exige a sí mismo.

Otra cosa distinta es querer hacer lo que uno le apetece en un momento dado, sin tener que responder ante nadie, o como dijo en su día Marco Pierre White, eterno enfant terrible y el chef más joven a sus 33 años en conseguir la tercera estrella, no estar dispuesto a ser juzgado por personas con menos conocimientos culinarios que uno.

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