Opereta en dos actos, estrenada en 1951 en el Théàtre du Châtelet de París -versionada en 2006-, presentada aquí en una nueva producción del Teatro de la Zarzuela en coproducción con la Opéra de Lausanne, con un argumento -más libre en la traducción de los textos de Enrique Viana y la consiguiente versión de Sagi-, en torno al rodaje de la película "El cantor de México" que, como es sabido, protagonizó en el cine el cantante vasco Luis Mariano. El enredo de amoríos es muy simple, todo se presenta en esta opereta con facilidad, de cara a un espectador que espera entretenimiento, envuelto en un enorme envoltorio "super, súper" kitsch; una estética pretenciosa, pasada de moda y considerada de mal gusto -define el DRAE-, pero que tantas posibilidades coloristas aporta en un contexto escénico de una obra de estas características, con diversos guiños gays incluidos. Curiosamente el rol principal aquí no lo es -gay-, aunque sí lo fuera el célebre cantante vasco. Para una vez que coincide. Como principal atractivo mediático, aparece en el reparto Rossy de Palma, que desarrolla con el desparpajo que la caracterizan su rol de diva, aunque vocalmente no llegue ni siquiera a esbozar su número cantante en el "Vals de Eva", ahí pierde muchos quilates que compensa, quizás sí o no, con sus calidades cómicas en lo que -en algunos momentos me llegó a recordar en su planta escénica a la celebérrima, en sus tiempos, Mary Santpere-, no deja de ser un papel secundario sobrevalorado. El barítono Luis Álvarez hizo, en esta ocasión, fundamentalmente de actor cómico, aunque con un bien resuelto número cantante "Yo he recorrido todo el mundo". El que tuvo retuvo, Luis Álvarez es todo un Luis Álvarez. Globalmente el cantante más equilibrado fue, sin duda, el barcelonés Manel Esteve. Al final de la función, el eterno ignorado por una, también, ignorada enamorada del protagonista, se lía con un bigotudo. Eso es, salir del armario y llevarse el gato al agua, llegar y besar el santo. Ha pasado en otras zarzuelas vistas en el Campoamor, es ya, por tanto, un recurrente recurso. La próxima de Lesbos. Un poco de cuota e imaginativa provocación, por favor.

La también barcelonesa Sylvia Parejo como principal femenina, tuvo una actuación lineal, acertada, cantó siempre con gusto; por el timbre resulta una voz podría decirse que propia de la factoría Disney, por intentar definirla en una pincelada. El papel principal como "Vicente Etxebar" lo encaró el tenor argentino Emmanuel Faraldo. Su timbre vocal es bonito y presenta un canto perfilado con gusto, timbre claro y facilidad en el agudo, pero es una voz retraída, se queda en un segundo plano, incluso con un acompañamiento orquestal muy controlado; no llega. Lamentablemente aquí es donde la representación pierde la que debería ser su baza más importante; la voz estrella de un papel principal que lo es por partida doble, por protagonista en la obra, y porque emula nada menos que a todo un Luis Mariano. Y aquí no valen medias tintas, ni voces de segundo reparto, que aquí lo ha sido. En una representación vistosa y colorista, en la que Sagi se movió -desplegando sus efectivos recursos- como pez en el agua, con una dirección musical de la indiscutible solidez de Díaz, unos acertados números de baile, una mucho más que solvente orquesta y el coro -dirigido por Pablo Moras-, que respondió bien, un vestuario (Renata Schussheim), iluminación (Eduardo Bravo) y coreografía (Nuria Castejón), acertados. Todo ello posibilita un espectáculo global de calidad e impactante junto al resto de actores, figuración y demás personal escénico. Y no se acierta en la elección de la mejor -hay opciones sin ir muy lejos- voz de tenor para el papel principal sobre el que se articula la función. Es una pena, y resulta incomprensible, por no decir inadmisible. La zarzuela, la opera o la misma opereta, tienen que presentar una puesta en escena de altura que hace años, al menos aquí, ha superado con creces lo del telón de fondo, pero no puede prescindir, ni siquiera descuidar, dejándola en un nivel medio, la selección de las voces principales. Lo acertadamente de un kitsch de altura, como con los tocados de la también celebérrima Carmen Miranda, pero todo mucho más a lo grande, y con los guiños gays especialmente dispuestos en este estilo -aunque la mayoría de los hombres del coro vestidos de guerrilleras "vamp", parecían no saber dónde meterse de esa guisa ante sus paisanos, conocidos y demás familia presente en el teatro-; impactó y divirtió y está bien. Únicamente -además de unas notas al programa inexistentes, lo que incide, también, en el complejo de inferioridad de la zarzuela, ya lo hemos apuntado en alguna que otra ocasión-, faltó la voz principal. Lo principal, la voz.