Cuando Antonio Luque se pone profundo, grave, en todos los sentidos, como cuando ayer cantó «El rayo verde», o «El gran poder», me recuerda a aquella secuencia en que desconectaban la computadora Hal 2000 en «2001: una odisea del espacio» y la inteligencia artificial, al desconectarse, llegaba a una inteligencia emocional única, telúrica. «Chinarro» también logra rascar en la metáfora alimentada por siglos y siglos de tradición oral en castellano, en el refranero, el romancero o el «escribo hablando» oteriano para forzar la frase hasta hacerle saltar las lágrimas al texto. Y ahí es donde llega a una esencialidad hermosa y brutal que la voz nasal, robótica, de sapo atragantado eleva por encima de otros textos mortales.

De «Chinarro» me interesa esto, el verbo. Y la música que lo arropa me trae un poco sin cuidado. No creo que moleste ni que haga crecer las estrofas, aunque puede que cuando se ponen estupendos (esas veces que se van de ejercicios espirituales flamencos, latinos o sureños) las carencias sean más evidentes. En todo caso, insisto, tal y como está planteado su invento, bien está.

Hay -ayer la hubo- otra pega. No me parece que cuando uno escribe con sangre y se hace trizas en cada adjetivo venga bien el humor a la hora de recitar esas cosas en un escenario. Entiendo y salvaré chanzas tan manidas como la de ensalzar la sidra por el odio escénico que podría padecer. Y me quedo, antes que con su humor, con su mirada perdida en el horizonte mientras recita grandes versos, como un ave rapaz rara, venida de tierras destrozadas y preparada para lanzarse a despeñar las bestias. Mejor.