Comenzó la tarde entre la bruma y la obertura de la ópera Carmen, del compositor Georges Bizet, que acompañó el paseíllo de la terna hasta el saludo presidencial. Pero en esta ocasión fue Enrique Ponce quien firmó el libreto, pues son los toros la expresión artística más hermanada con la ópera.

Fue el torero valenciano el nombre propio del festejo que comenzó con homenaje a Juan Pedro Domecq, en el ruedo, tras lidiar en 2015 el mejor toro de la feria -Cocaína, de Parladé-. Si la ceremonia la hacen al final de la tarde lo mismo le tiran el trofeo a la cabeza. Y mira que era bonita la corrida. Un taco que dicen los del mundillo. Los toros saltaron al ruedo con la divisa de Juan Pedro Domecq y el hierro del duque de Veragua. Variados de pelajes y con hechuras para embestir pero, o bien por la niebla o bien porque sí, el melón estaba vacío. Corrida de mortecina condición y baja de raza en casi su totalidad con un lote imposible de Castella, inválidos ambos; dos manejables de Talavante faltos de casta, y un lote amable de Ponce, aunque en otras manos quizás el balance hubiese sido otro. Lo que Vicente Zabala acuñó como la maldición del azulejo en Las Ventas. Si colocas el azulejo por la mañana, se te cae la corrida por la tarde. Y en El Bibio fue parecido. Un precioso jabonero, que no podía ni con el alma, alertó del peligro. Pañuelo verde y vuelta a empezar. Enrique Ponce molestó primero al sobrero, y cambió de sino la tarde porque las cuadrillas dejaron de reserva el que a la postre fue el mejor toro.

Del mismo modo que el amor de Carmen titubeaba entre dos hombres, un napoleónico y totalitario francés y un joven torero español, el sobrero de Juan Pedro vacilaba entre huir o sucumbir a la muleta de Ponce. Quitó manías y defectos al toro hasta lograr una sensacional conjunción. Sinfonía de toreo erguido y al ralentí de principio a fin. Por el derecho, los muletazos tuvieron empaque, suavidad y hasta dulzura para adormilar la embestida del buen Juan Pedro en una poderosa tela que arrastró los vuelos por la arena.

De nuevo sublime por el pitón izquierdo con sonoros naturales mientras la banda música tocaba la sintonía de "La Misión". Otra dimensión. Más allá de torero de época, con sus 25 primaveras de matador de toros Enrique ha traspasado la línea -en activo, compitiendo con todos, y toreando en las principales plazas de la temporada como Madrid, Sevilla o Bilbao- para convertirse en una época del toreo que lleva su nombre. Y luego, sin despeinarse, porque de tan sencillo que lo hace parece al alcance de cualquiera, se flexionó para cerrar con dos poncinas antes de irse a por la espada. Silencio sepulcral, como en la ópera cuando está a punto de yacer la protagonista, mientras Ponce se perfilaba para matar. Las dos orejas hacía tiempo que tenían quórum.

Salió el cuarto, un bonito toro colorado bajo de raza como sus hermanos y con tendencia a caerse. Ponce le perdió pasos, le dio tiempo y también sitio, sin obligarle e intentando esconder su feble embestida mientras la banda, que se vino arriba, hacía de la suyas con el concierto de Aranjuez. En un momento pasó la faena de la apatía a la belleza al reconducir Ponce la situación con su atuendo de enfermero. Si bien la emoción fue una quimera, al menos desplegó excelsos muletazos por uno y otro pitón en otra lección de conocimiento que el público recompensó con una oreja. Y hasta le pidieron la segunda. Escena tragicómica. Tras la cátedra salieron dos alumnos aventajados. Uno sin espada y otro sin lote.

Alejandro Talavante tiene el don de la originalidad. Por ejemplo, el saludo con el capote al tercero de la tarde en que conjugó cordobinas, verónicas, chicuelinas y una revolera invertida. Tras el brindis echó rodillas a tierra y citó en largo para pegarle cuatro muletazos pausados y una arrucina que gustó. Ya en pie, le asestó unos tremendos naturales. Otra genialidad fue el circular invertido con la muleta por la espalda y llevándolo sólo con el extremo de la muleta, como en una arrucina pero en redondo. Entonces se rajó el toro para cubrirse en tablas. Allí le siguió Talavante que, dándole ventajas y mirando en los lances al tendido, le arrebató con quietud naturales de calidad antes de los cambios de muleta por la espalda y las bernadinas. Se atragantó con la espada y sólo paseó una oreja.

La misma que perdió en el sexto que apuntaba a flojedad pero que se avivó tras el tercio de banderillas en que saludó Juan José Trujillo. De la nada se sacó una tanda por naturales que allanaron el triunfo con buenos pasajes por el pitón izquierdo. Luego de las manoletinas mirando al graderío erró con los aceros y la petición quedó bajo mínimos porque de la espada dependía el premio y falló.

Sebastián Castella pechó con un lote infumable. Ni cambiar al segundo sólo con cuatro rehiletes sirvió para mantenerlo en pie. Peor todavía el inválido quinto al que pasaportó de una manera atroz.

En la Ópera, Carmen no se enteró del triunfo del torero porque mientras éste tocaba el cielo al salir en volandas tras un triunfo a ella, su otro postulante, el francés, le asestaba una estocada mortal de necesidad porque hay que llevar cuidado con quien se enamora uno. Y Carmen trabajaba en una fábrica de tabacos. Qué "déjà vu".