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Paisajes urbanos

El nuevo llanto de los bouzoukis en la Atenas de Petros Márkaris

Un viaje en metro con el escritor de las populares novelas policiacas

El nuevo llanto de los bouzoukis en la Atenas de Petros Márkaris

Atenas resume fácilmente su naturaleza dual en las plazas de Síntagma y Omonia. La primera de ellas representa su cara más europea y occidental; la segunda, con su bullicio, la oriental. La elegancia frente al laberinto, el parlamento y el palacio presidencial, los ministerios y los grandes hoteles en contraposición al estruendo y los perfumes de los bazares. Omonia, que en griego significa concordia, es una de las plazas más ruidosas que conozco. Situarse en ella es como hacerlo en medio del corrillo de la discusión: allí los atenienses discuten a gritos de política y de fútbol, en medio de un tráfico ensordecedor en medio de atascos descomunales y bocinas. En la calle Atenas, muy cerca, que conduce a Monastiraki y de ahí a Plaka, se encuentra el inigualable Mercado Central cubierto en el que los vendedores ofrecen otro singular concierto.

El Mercado Central es uno de los lugares favoritos del escritor de una de las series policiacas más famosas, Petros Márkaris. Le recuerda al mercado egipcio de Estambul. Márkaris es de allí. En su libro Próxima estación, Atenas (Tusquets), un libro que muestra la vida ateniense a través de la línea más antigua del metro de la capital, se refiere a la vieja Constantinopla como "la Ciudad". En las tiendas de quesos y de hortalizas de la vecina calle Eurípides se reencuentra, escribe, con los olores de su infancia y adolescencia.

La Atenas de nuestros días proviene de la independencia de 1883 y de los proyectos que impulsaron los arquitectos alemanes que llegaron con el primer monarca moderno Oto, que era hijo de Luis I de Baviera. Entonces se planeó la plaza de Sintagma, o de la Constitución y la red de avenidas que comunican con los distintos puntos de la ciudad. A principios del siglo pasado Atenas, un ejemplo de aluvión demográfico, tenía 150.000 habitantes pero al desmembrarse el imperio otomano a principios de la década de los veinte llegaron millón y medio de griegos de la diáspora que se asentaron entre el puerto del Pireo y la ciudad.

Cunqueiro cita a Cristóbal de Villalón para glosar que no hay comida de griegos que dure menos de ocho horas. Los griegos hablan, discuten, cantan, lloran y se emocionan mientras comen. El viajero Villalón los tuvo por parleros en la mesa, tanto como a los vizcaínos, pero con más crianza, de manera que hablando uno todos callan mientras escuchan lo que dice sin llevarse nada a la boca. Ése era el motivo de por qué las comidas se prolongaban sin fin. Recordé las palabras de Villalón cuando se me presentó la oportunidad de observar a los griegos en las bulliciosas tabernas de Plaka y efectivamente las charlas eran inacabables y ruidosas, todos hablaban a la vez, nadie callaba.

En Plaka o Monastiraki, en las faldas de la Acrópolis, Atenas enseñaba su auténtica verdad de pueblo. De las tabernas salía el ruido de las copas que los comensales estrellaban contra el suelo y la música de los bouzoukis. La comida griega, con la excepción de la que se cocina en las islas Jónicas, se identifica con la turca, pero eso es algo que no se les puede recordar a los naturales de Grecia si se quiere evitar un disgusto. Los refugiados griegos de Asia Menor, como cuenta Márkaris, no regresaron sus tierra de origen con las manos vacías. Lo hicieron cargando, además de con la nostalgia de la patria, con una tradición culinaria impresionante. "Esto demuestra -escribe Márkaris- que un intercambio de población es un suceso doloroso, pero no tiene que ser negativo a la fuerza". Las hojas de parra rellenas de arroz ( dolmas) son suaves como pétalos de flor, con un aroma intenso de hinojo y hierbabuena. El puré de berenjenas ( melitanosalata), las huevas de pescado ( taramosalata), las ensaladas con tomate, queso feta y cebolla, el tsasiki (yogur con ajo), las tiropitas (empanadillas de queso) y el cocorechi (pinchos de asadura al horno) son entrantes ( meze) perfectos que acompañan al cordero o a una fritura de salmonetes ( barbouni), el mejor pescado que se puede comer de un mar Egeo esquilmado por el hombre.

Me ha gustado leer citados en Próxima estación, Atenas algunos de los lugares que no he olvidado. Es el caso de la histórica pastelería Varsos, en el elegante barrio de Kifisiá, con sus pasteles de queso y de espinacas, los merengues y los helados, que se elaboraron tradicionalmente durante décadas con la leche de cabras, ovejas y vacas que criaban los mismos propietarios. O la vieja taberna Platanos, en Plaka, una de las pocas que van quedando que mantiene el sello de la tradición y cuya comida no ha sido lo suficientemente arruinada por la masificación turística. Kifisiá, junto a Kolonaki, uno de los barrios de la gran burguesía ateniense, marca, siguiendo el itinerario de la línea 1 del viejo Eléctrico, la última etapa del libro de Petros Márkaris sobre la capital griega. Veinticuatro estaciones con punto de partida en el Pireo que atraviesan Atenas de norte a sur y que componen la línea más larga de que dispone la red de metro de la capital.

En Atenas conocí el Ideal, en la calle Panepistimiou, donde solían comer políticos, periodistas y una buena parte de la sociedad influyente. Corrían los vinos de pequeñas bodegas de calidad cercanas a Naoussa. Los griegos, como dijo en más de una ocasión Yiannis Boutaris, pope de la enología helénica, detestan el vino porque les recuerda las épocas de pobreza posteriores a la II Guerra Mundial. Beben, en cambio, la retsina, que, tanto por el olor como por el sabor, resulta ideal para ahuyentar los mosquitos.

Mantuve un idilio con Grecia durante mucho tiempo y pasados los años no he vuelto a ella. Ahora presiento que cuando regrese escucharé los bouzoukis de la desesperanza y el quejido de las cigarras acompasado por el llanto amargo de un pueblo al que sus élites políticas, por mentalidad clientelista, han arrastrado al abismo, como también escribió Márkaris. Un pueblo de dioses condenado a ser un pueblo de parias al que el nuevo reich económico ha puesto entre la espada y la pared. Por su salvación estaría incluso dispuesto a beber retsina. Sin pensarlo.

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