El arquitecto Antón Capitel (Cangas de Onís, 1947) relata en esta segunda parte de sus «Memorias» su peripecia para elaborar la tesis doctoral sobre Luis Moya y la Universidad Laboral de Gijón o su paso por la Inspección de Monumentos.

Basurero de la Historia.

«Algunos jóvenes comenzamos a estudiar la arquitectura del franquismo: Sola Morales, Carlos Sambricio, José Quetglas y yo. Fernández Alba ya había hecho algo en la revista "Arquitectura", sobre "25 años de arquitectura española", porque eso había quedado en un basurero de la Historia. Y el Colegio de Arquitectos de Barcelona hizo una exposición y catálogo hacia el setenta y siete o setenta y ocho. La arquitectura historicista del franquismo estaba doblemente despreciada porque era del franquismo y porque España se sentía atrasada en términos arquitectónicos. Es decir, un personaje tan brillante como Moya no interesaba. Cuando me puse en contacto con él para los primeros artículos, Moya desconfiaba porque como había tenido que soportar tantas impertinencias y marginaciones se preguntaba qué pretendía aquel jovenzuelo. Además era muy católico y humilde -"No, si yo no soy nadie..."-, o sea, que al principio me rechazaba también por timidez. Pero cuando ya empecé la tesis, se relajó y me lo contó todo, y hasta me dio una llave de su estudio para que yo fuera tanto si estaba él como si no. "Te metes ahí, miras los planos, haces fotos, lo que quieras?". Estuve un par de años metido en su estudio, mirándolo absolutamente todo. Llegamos a tener, no exactamente amistad, porque él era de la edad de mi padre, pero se convirtió en una especie de tío mío, digamos. Su mujer, Conchita, una mujer de carácter fuerte, me llegó a querer mucho porque se dio cuenta de que yo era el valedor de su marido. Me llamaba "Cristóbal Colón", por haber descubierto a Moya».

Restauración en la Catedral.

«Acabé la tesis en 1979 y, en 1981, me casé con Consuelo Martorell, que había sido estudiante mía. Tuvimos dos hijos, Jaime y Alberto, y ella ha sido mi colaboradora permanente en el estudio. Y también en 1981 concursé con Ruiz Cabrero y Frechilla a la dirección de la revista "Arquitectura", del Colegio Oficial de Madrid. Ganamos y fuimos directores durante seis años. Tuvimos una época muy exitosa. Dirigí nuevamente la revista de 2000 a 2008, con José Ballesteros y, sobre todo, con García Millán. Ahora dirijo una revista universitaria que he fundado, «Cuadernos de Proyectos Arquitectónicos». Iba más por Asturias desde comienzos de los setenta. Fernando Nanclares, Nieves Ruiz y yo teníamos alguna obra. Heredé un cliente de mi padre, Álvaro Fernández Valle, un constructor muy bueno de Cangas, al que le hicimos un edificio de viviendas que todavía hoy miro con satisfacción. Fernando lograba enganchar alguna obra en Oviedo, o cerca, casi siempre de viviendas, y algunas en Madrid, hasta que hacia 1977 hubo una caída económica fuerte, con aquella inflación tan tremenda, cuando los gobiernos de Suárez, y no se hacía nada. Entonces rompimos el estudio porque no tenía sentido; Fernando y Nieves se habían casado y se fueron a Oviedo, y Paco Partearroyo y yo nos quedamos en Madrid. En 1980, justo después de la tesis, en el momento en que yo tenía una cierta condición emergente como crítico y profesor, mi jefe directo, el catedrático Manuel de las Casas Gómez (hijo de Manuel de las Casas Rementería, aparejador de Moya, por ejemplo, en la Laboral), se hartó de la Escuela en un momento dado y lo llevaron de jefe de Inspección de Monumentos de Bellas Artes, el que encargaba todas las restauraciones. Entonces, como habíamos trabajado mucho juntos y tenía confianza en mí, me encargó un proyecto de restauración de la catedral de Oviedo. Me apoyé en Fernando, que dirigía conmigo a pie de obra. Eso duró hasta 1985, cuando se transfiere Bellas Artes a las comunidades autónomas. En la Catedral hicimos una restauración del claustro alto y reparaciones e instalaciones en la zona de la torre vieja y la restauración del pórtico principal, que estaba todo ennegrecido».

Comisario de por vida.

«La restauración de la Catedral tras la guerra, particularmente de la aguja de la torre, había sido de Luis Menéndez Pidal, una buena restauración, hecha medio a la antigua, medio a la moderna, todo al pie de la letra, como las restauraciones francesas, que ya no se llevaban mucho. Pero todo muy cuidadosamente porque Menéndez Pidal utilizó una piedra ligeramente distinta y ponía una "r" en cada piedra nueva. Pidal fue muy amigo de mi padre, ayudante suyo en la restauración de Covadonga, al igual que con Miguel García-Lomas y con su hijo, Javier. Pero a Menéndez Pidal le había hecho Franco comisario de Patrimonio Artístico de Asturias de por vida. Mi padre contaba la anécdota, muy graciosa. Pidal y él habían reconstruido la cueva de Covadonga y va Franco a ver la obra. Menéndez Pidal se la explica y entonces Franco queda parado y dice: "Esto, ¿no podría hacerse de otro modo?". Pidal, que era bajito, como Franco, y calvo, se le queda mirando: "Esto, mi general, ¿es una opinión o una orden?". "No, no, sólo una opinión". "Bueno, entonces será lo que yo diga". Y Franco, como militar, entendió que aquella respuesta era sencillamente perfecta y quedó impresionado».

El último inspector.

«Cuando llega el Gobierno González, en 1982, el ministro de Obras Públicas nombra director general de Arquitectura a un catedrático de la Escuela, Antonio Vázquez de Castro, y éste se lleva a Manolo Casas de subdirector. Deja vacante la Inspección de Monumentos y Dionisio Hernández Gil (hermano de Antonio), arquitecto, muy amigo de Rafael Moneo, y que había sido el que con UCD había renovado la restauración española, me llamó para ese cargo. Fui el último inspector general de Monumentos de España, porque después ya llegaron las transferencias. Mi misión era organizar las restauraciones del Estado, encargar los proyecto, revisarlos y aprobarlos. A la vez, llevaba la inspección de todo lo que pasaba en los monumentos y en las ciudades históricas. Había comisiones provinciales que si resolvían las cosas, ya estaba, pero si dudaban, las mandaban a Madrid. Luego las veía el arquitecto de zona, lo resolvía y me lo pasaba a mí para que lo firmara. O sea, que la firma era la mía, con lo cual me vi asustado. Me dieron un despacho enorme y había un armario en el que depositaban todos los días diez o doce expedientes. Un arquitecto de la Inspección, del que me hice muy amigo, Carlos Baztán, me dijo: "Mira, no te preocupes porque cuando las cosas llegan a nosotros es que ya no tienen solución y lo que hay que hacer es echarles un responso". La restauración es muy difícil y lo más fastidiado era decirle a un compañero arquitecto que no le podía aprobar el proyecto y que tenía que hacerlo de otro modo. En Asturias hubo algún lío, en Santa María de Junco, Ribadesella, con una restauración que no gustó nada a los del pueblo. Pero hubo más bien cosas buenas; a Enrique Perea y a Gabriel Ruiz Cabrero les encargué la restauración del Palacio de Revillagigedo de Gijón y quedó muy bien. O a Fernando Nanclares le encargamos la Colegiata de Teverga, que también quedó bien».

Premio «Europa Nostra».

Volví a la Escuela en 1986. En 1983 me había presentado a oposiciones para profesor adjunto y las gané. Luego ya oposité a cátedra en Valladolid y estuve allí tres años, de 1989 a 1992, y más tarde salieron unas plazas en Madrid y me volví a presentar. Desde entonces aquí sigo. En aquellos momentos yo ya había publicado muchos artículos y escrito libros, y había seguido haciendo restauración, pero me fui apartando de la profesión convencional, que cada vez me gustaba menos, aunque la seguí ejerciendo con mi mujer y otros socios. Hicimos varios edificios de viviendas para la Empresa Municipal de Madrid, y también dos iglesias, una en Móstoles y otra en Arroyomolinos. En estos dos proyectos estuvo Mónica Alberola, socia mía y de mi mujer ahora. Mónica es además profesora de mi cátedra. Antes, había hecho otras obras de restauración: en Madrid, la iglesia de Monserrat, de los Benedictinos, con el arquitecto Antonio Riviere, que trabajó conmigo mucho tiempo, también en la reforma de la Puerta del Sol y en el convento de La Rábida, por el que nos dieron el premio «Europa Nostra». Y con el arquitecto y catedrático Javier Ortega, de familia luarquesa, también trabajé en Sol, La Rábida y en la finalización del Museo de América, que es una obra originaria de Moya».

Mañana, tercera entrega: Supositorios en Sol